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Intimar es un tesoro pero ¿hay que insistir para lograrlo?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 19/10/20

Un amor sano, no dominador, un amor libre que no crea dependencias, ni abusa de la vulnerabilidad requiere un respeto sagrado

¿Quién me conoce de verdad? ¿Basta que yo abra mi alma continuamente y cuente lo que sucede en mi interior para que esa persona que escucha me conozca? Puede que no.

Hay en mi corazón un misterio escondido. Unas sombras ocultas en las que ni yo mismo sé poner luz. Intento descifrar esa oscuridad que no penetro. Desvelar el sentido de todo lo vivido.

Quisiera ser capaz de navegar esos mares que no ha surcado nadie, ni siquiera yo dentro de mi alma. Desvelar nombres que alguien dejó allí escritos. Interpretar los sueños dormidos en mi corazón.

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¿Quién conoce el despertar de mi alma y la luz de mis anhelos? ¿Quién ha descubierto el brillo en los ojos de mis pasiones y el temor dibujado en mis gestos de dolor?

El verdadero “amor libre”

No creo que haya alguien capaz de saberlo todo de mí. Algunos por su amor pueden penetrar la línea tenue que cubro con pudor. Una persona escribía con inmensa ternura de la persona amada:

“Soy de ella, con todas las veces que me rescata, con lo que habla cuando solo me mira, con lo que nos decimos con anhelos compartidos, y sobre todo, con lo que el Señor tejió antes de que existiera la memoria y la razón, ella para mí y yo para ella”.

Ese amor humano que siento, que recibo, entra de rodillas, descalzo, lleno de santo temor en el templo sagrado de mi alma.

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Y luego se retira guardando el más absoluto sigilo, sin forzar, sin apenas tocar con caricias las heridas que contempla. Decía el padre José Kentenich citando a Schwitzer:

“Vi cuánta pena, sufrimiento y alienación trae consigo el que seres humanos pretendan leer en el alma de los otros como en un libro de su propiedad y que quieran saber del otro y entender al otro allí donde deberían creerle. Todos debemos cuidarnos de reprochar a nuestros seres queridos falta de confianza si no quieren dejarnos curiosear a cada momento los rincones de su corazón. Tampoco puedo obligar a nadie a revelar de su vida interior más de lo que le surge naturalmente”[1].

Ese respeto sagrado brota de un amor sano, no dominador, un amor libre que no crea dependencias, ni abusa de la vulnerabilidad de la persona amada.

Ese amor es un torpe reflejo del amor de Dios.




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El único que conoce plenamente

Dios me llama por mi nombre incluso cuando no lo conozco. Me gustan las palabras bíblicas:

“Te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios. Te pongo la insignia, aunque no me conoces. Yo soy el Señor, y no hay otro”.

Un Dios que me ama en mi verdad, conociendo todo lo que hay en mí, aun sin que yo lo conozca.

Él me conoce como el hijo más preciado de su corazón. Lo sabe todo de mí y espera cada noche a que yo se lo cuente.

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Respeta tanto mis deseos que no me fuerza, no me empuja, no me violenta. Aguarda paciente a la puerta de mi alma aunque sé que no hay un dios fuera de Él.

Pero no presiona, no me invade, no me fuerza, no abusa de su poder. Espera a que vuelva cuando me alejo. Y me reconoce en la noche cuando busco perdido una luz.

Calma los vientos de mi barca. Detiene las olas de mi tormenta. Y me cubre con un velo de ángeles para que no me angustie en mis huidas.

Ese Dios en el que creo es la bondad y la misericordia que me rescatan de donde estoy perdido. Es un amor que me levanta. Es una llamada silenciosa que apenas distingo.

Cómo amar respetando

Quisiera ser yo así con aquellos a los que amo. Respetar sus tiempos y sus silencios. Cubrir con un velo de sano pudor todas sus heridas y caídas. Perdonar sus ausencias y carencias.

Empujar en noches de cansancio. Animar después de la derrota. Corregir sólo lo necesario. Abrazar cuanto me sea posible.

Y llorar ante el rostro de quien amo, de quien me ama. Por ese miedo inabarcable que me posee ante la posibilidad de perder lo que tengo.

Aguardar a que me cuenten lo que lleva dentro como su gran tesoro. Sin molestarme sus silencios y sus miedos. Sin violentar esa puerta sagrada que separa su alma de la piel. En la que puede que yo tenga llave.

Pero ni aun así la usaré, así hace Dios conmigo. Tiene como entrar y no entra. Podría derribar las puertas y paredes que me protegen pero no lo hace.

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Y yo soy tan torpe con los que amo, con los que han confiado en mí para depositar sus miedos, inquietudes y tormentas…

Han querido que yo sea su roca o el puerto en el que dejar la barca al acabar la jornada. Y yo no quiero herir la vida que se me ofrece. No quiero forzar los secretos que no conozco.

No me importa ignorar lo que están viviendo. Estaré sólo ahí esperando su llegada. Aguardando sus tiempos. Sosteniendo sus miedos.

Sin más pretensiones ni exigencias. Sin querer más de lo que recibo. Sin amar menos cuando sea menos amado. Aguardaré allí en mitad del puerto de la vida.

Implorando a ese Dios que me ha enseñado a cuidar la vida que se me confía como el tesoro más sagrado que nadie ha puesto antes entre mis manos.

[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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