La historia de Juliana de Norwich esconde sorprendentes similitudes con la situación actual de pandemia mundial.
Nacida alrededor del año 1342, poco después del estallido de la Guerra de los Cien Años, esta mística de la que no sabemos su verdadero nombre ni prácticamente nada de su vida personal, sufría una terrible enfermedad en 1373 que la puso al borde de la muerte.
Convencida de que iba a morir, se le practicó la extrema unción y sus seres queridos esperaron pacientes el último latido de su joven corazón. Pero Juliana sobrevivió.
En aquel momento en el que se encontraba entre la vida y la muerte, Juliana experimentó unas visiones místicas que marcarían su futuro.
“Esta revelación – narra Juliana – fue concedida a una criatura simple e iletrada, viviendo en carne mortal, en el año de nuestro Señor de 1373, el décimo tercer día del mes de mayo”.
Juliana continúa explicando que “Dios me envió una enfermedad corporal en la que estuve durante tres días y tres noches; la tercera noche recibí los ritos de la santa Iglesia, pues no esperaba vivir hasta el día siguiente”.
Fue entonces cuando el sacerdote le puso un crucifijo delante y cuando lo miró “mi vista comenzó a nublarse. Todo a mi alrededor se oscureció, como si se hubiera hecho la noche, pero una luz caía sobre el crucifico, sin saber de dónde. Todo lo que estaba alrededor de la cruz era feo y me aterrorizaba, como si estuviera ocupado por una multitud de demonios”.
Tiempo después de experimentar aquellas visiones y levantarse de su lecho de muerte, Juliana decidió abandonar el mundo por propia voluntad hasta que la muerte volviera a llamar a su puerta.
Juliana escogió la iglesia de San Julián de Norwich, de la que habría tomado su nombre, en la que mandó construir una pequeña celda en la que viviría el resto de su vida.
El caso de Juliana no era algo aislado. En aquellos siglos medievales hubo muchas mujeres que siguiendo los pasos de los eremitas decidieron recluirse pero no en cuevas o lugares alejados de la población.
Estas mujeres, conocidas como “emparedadas”, vivían aisladas en medio de las crecientes ciudades medievales. Su objetivo era orar y meditar pero también dar consuelo a todo aquel que se acercaba a ellas a través de las pequeñas ventanas que las conectaban con el mundo.
Robert Elsberg define así su reclusión: “Su celda habría permitido una vista del interior de la iglesia, así como una ventana exterior para la entrega de alimentos y la recepción de visitantes que buscaban consejo espiritual”.
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Juliana de Norwich pasó varias décadas dedicada a escribir sus reflexiones acerca de la experiencia mística que vivió durante su enfermedad.
Unas reflexiones que se convertirían en un libro, una obra que no tenía título y que siglos después sería conocida como Libro de visiones y revelaciones.
Aunque ese texto, como asegura María Tabuyo, fue “largo tiempo ignorado, el libro despierta hoy pasiones merecidas, celebrado como obra cumbre de la mística y la teología occidentales”.
A lo largo de su obra, descubrimos una sorprendente actitud positiva ante el mundo. Sorprendente porque Juliana vivió en su propia localidad de Norwich la dureza de la Peste Negra, revueltas sociales y disturbios religiosos. Momentos difíciles en los que la gente desesperada se acercaba a su celda a pedirle consuelo y oración.
Para Juliana, aquellos momentos difíciles eran solamente una prueba que había que soportar con esperanza.