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Por qué ‘El Hobbit’ no es solo para niños

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Tod Worner - publicado el 04/07/18

Cuando leyó la historia de J.R.R. Tolkien a su hija de 10 años, algo se removió inesperadamente en el alma de este padre

Tengo que hacer una confesión.

Estoy terminando de leer por primera vez El hobbit. Y tengo casi 45 años.

Vale, vale, no es tan escandaloso. Sin embargo, para quienes se consideran católicos bien leídos, no haber leído El hobit y su secuela de tres volúmenes El señor de los anillos, es algo incomprensible, cuando no irresponsable. Después de todo, son obras esenciales de la imaginación moral.

Durante años me han estado diciendo lo buenos que son estos libros. En ellos, se desarrollan cuentos de peripecias extraordinarias de mano de héroes improbables, criaturas inimaginables y giros inesperados. Montañas cubiertas de hielo y frondosos valles, colinas áridas y bosques prohibidos sirven de terreno para una surtida compañía de extraños aliados que luchan y padecen juntos por un fin común mucho mayor que ellos mismos.

Y así, a principios de este año, mi hija de 10 años y yo decidimos embarcarnos juntos en la lectura de El hobbit, cada noche cuando ella se iba a dormir.

Y ha sido algo extraordinario.

Cuando nos adentrábamos cada noche junto al diminuto Bilbo Bolsón desde su cómodo hogar en La Comarca hacia el amplio y peligroso mundo de la Tierra Media, encontrábamos elfos y magos, trols y trasgos, arañas y orcos. Percibíamos la constante emoción de la aventura por llegar, mezclada (paradójicamente) con la triste morriña por lo que se ha quedado atrás. Una y otra vez, coincidíamos con el escepticismo de Bilbo sobre sí mismo. ¿Él, un diestro ladrón? ¿Él, un miembro indispensable de un grupo de enanos en camino para reclamar una montaña y su tesoro de las garras de un dragón escupefuego? ¿Él, un héroe? Sí, claro. Pero entonces, una y otra vez, Bilbo demostraba ser un poco más listo, un tanto más valiente, una pizca mejor de lo que tanto mi hija como yo esperábamos. El pequeño hobbit estaba creciendo. Y nosotros crecíamos con él.

Pero no faltaron las ocasiones en las que me pregunté qué diablos creía este hobbit que estaba haciendo. Tenía un hogar agradable y una vida fácil. Sus libros estaban bien ordenados y su alacena estaba llena. Su chimenea mantenía la casa calentita y con una luz cálida. ¿Por qué dejar todo eso? ¿Por qué alejarse de lo conocido y lo predecible para ir hacia lo agreste e incierto? Noche tras noche, solamente el caminar junto a Bilbo hacia esa gran incertidumbre me hacía apretarme más el edredón y acurrucarme más contra mi hija.

Sin embargo, después de todo, así son estos cuentos. Nos recuerdan nuestra pequeñez, pero también nuestro potencial para la grandeza. Ilustran el riesgo de vivir peligrosamente, pero también el de no vivir en absoluto. Nos vuelven a familiarizar con las verdades eternas (a menudo consideradas anticuadas), como el deber, la lealtad y el honor, además de la brillante línea (siempre en peligro de emborronarse) que separa lo correcto de lo incorrecto, el bien del mal. Instilan en nosotros una devoción hacia los demás y un motivo mayor para ser, más allá de nuestros apetitos egoístas. Y todo ello en forma de parábola.

Flannery O’Connor, gran novelista católica del sur de Estados Unidos, observó una vez:

Cuento una historia porque hacer una declaración sería inapropiado”.

Bien cierto. En un mundo sordo a los lugares comunes, J.R.R. Tolkien decidió hablar a gritos con orcos horrendos, un dragón llameante y un anillo tóxico. Pero un cuento no es un cuento por el mero hecho de contar una historia. Las alegorías tienen una razón de ser. Hablan de pecados y virtudes, de tentaciones sucumbidas y tentaciones resistidas, de condenación evitada y gracia recibida. Según señaló G.K. Chesterton:

Los cuentos de hadas no le dan al niño su primera noción del cuco. Lo que los cuentos de hadas le dan al niño es su primera idea clara acerca de la posible derrota del cuco. El bebé ha conocido al dragón de manera íntima desde que posee una imaginación. Lo que el cuento de hadas le proporciona es un San Jorge que mate al dragón.

Así es.

Debemos recordarlo: el dragón puede ser muerto, el anillo puede ser destruido, puedes soportar el sufrimiento, puedes volver a casa.

Chesterton nos recuerda:

En el fondo de nuestro pensamiento, existía una llamarada o estallido de sorpresa ante nuestra propia existencia. El objeto de la vida artística y espiritual era sacar a la superficie esta sumergida aurora maravillosa; para que un hombre sentado en una silla pudiera entender de repente que estaba vivo en realidad, y ser feliz.

Allí tendido leyendo El hobbit a mi hija de 10 años, sonreí y comprendí, una vez más.

Estoy vivo.

Y soy feliz.

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