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Orson Welles para principiantes 

ORSON WELLES

RKO Radio Pictures, still photographer Alexander Kahle - Hollywood magazine

Hilario J. Rodríguez - publicado el 11/11/17

No hay peor laberinto que aquel que carece de centro. Gilbert Keith Chesterton

Ningún retrato de Orson Welles es precisamente halagüeño. Cuando su personaje aparece en películas dirigidas por otros, siempre es para mostrar sus enormes proporciones como genio y sus enormes limitaciones como ser humano. No obstante, hay dos aproximaciones que valdría la pena ver aunque sólo sea para comprobar en medio de qué se movió el cineasta (un momento de extrema complejidad ideológica y económica en Estados Unidos, y particularmente en Hollywood): Abajo el telón (Craddle Will Rock, 1999, Tim Robbins) y Me and Orson Welles (2008, Richard Linklater), curiosamente centradas en su trabajo como director y actor teatral durante la década de los treinta, antes de convertirse en el cineasta genial al que todo el mundo cree conocer.



Primera aparición del personaje Harry Lime (Orson Welles) en El tercer hombre (The Third Man, 1949, Carol Reed).

Sobre Orson Welles se especula que a los seis años recitaba El rey Lear de memoria; que a los 23 sobrecogió al mundo con una emisión radiofónica de La guerra de los mundos que muchas personas entendieron como una invasión real de alienígenas; que vio 36 veces La diligencia (Stagecoach, 1939, John Ford) antes de rodar Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941); que antes de rodar Ciudadano Kane tenía en mente hacer una adaptación de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, que podría haber sido la mejor película de la historia del cine; que iba a la gresca con Hollywood (de donde lo expulsaron por comportarse como un enfant terrible y gastar siempre más de la cuenta); que sólo le interesaba el teatro y hacía cine para pagar las costosísimas producciones del Mercury Theater; que en realidad fue él quien rodó El tercer hombre y no Carol Reed; que le gustaban los toros, la buena comida y las chicas guapas… Pero lo cierto es que nadie lo conoce lo suficiente para abarcar su personalidad y su procelosa vida por completo.

Los inabarcables límites de su obra parecen extenderse a su propia biografía, cercada como la mansión de Charles Foster Kane y con un cartel de advertencia contra los merodeadores: «No Trespassing». Al igual que sus películas, que no cesan de modificarse cambiando de rumbo o de perspectiva, Welles se comportó como algunos de sus personajes, en una huida constante para buscar las partes perdidas de su personalidad (Míster Arkadín) o para buscar explicaciones hasta donde no las había (El proceso). Sus viajes los aprovechó para rodar planos de sus películas en Marruecos y contraplanos en España, para proponer series como Orson Welles and People y Around the World with Orson Welles, para buscar en los lugares más remotos quién financiase The Deep (1970) o The Dreamers (1982), para ejecutar trucos de magia ante espectadores imposibles (como los que pueden verse en The Magic Show, rodada entre 1976 y 1985)… Este periplo, que desemboca en un cineasta genial convertido en un mago amateur y añorante de los palacios donde antes se hacía magia, es el de alguien en cierto modo vencido por las circunstancias, vencido por la historia y su devenir.

La forma de la mayoría de sus películas es difícil de precisar porque o bien las conocemos de manera parcial o bien no las conocemos en absoluto por mucho que hayamos oído hablar sobre ellas en innumerables ocasiones. Son rompecabezas incompletos cuyas piezas mezclan lo real y lo imaginario, convirtiendo a sus espectadores más insistentes en soñadores. Sólo están a salvo de ese sueño eterno quienes aman a Welles por la cómoda contundencia de sus películas más populares y accesibles, esas que han ocupado en algún momento uno de los puestos de cabeza entre las mejores de la historia del cine o entre las mejores adaptaciones de William Shakespeare o entre los mejores thrillers. Hablo, por supuesto, de Ciudadano Kane, El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942), La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), Otelo (Othello, 1952), Míster Arkadín (Mr. Arkadin/Confidential Report, 1955), Sed de mal (Touch of Evil, 1957), El proceso (The Trial, 1962) y Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, 1965).



Tráiler original de Ciudadano Kane.

Friedrich Nietzsche alertaba en el siglo XIX sobre el ideal de verdad como la máxima de las ficciones a buscar en la realidad; Welles, quizás compartiendo ese pensamiento del filósofo alemán, lo que pretendió fue buscar la realidad del cine pero para lograrlo necesitaba desvelar antes la retórica y la tramoya que lo ayudan a cobrar forma. A eso, al menos, le dio sentido en una secuencia de Don Quijote (Don Quixote, 1955-1985) no incluida en el montaje de Jesús Franco y que Giorgio Agamben considera en su libro Profanaciones los seis minutos más hermosos de la historia del cine. En ella se ve a Don Quijote (Francisco Reiguera) entrar en un cine, sentarse entre los demás espectadores, seguir una lucha desigual en la pantalla, dirigirse escandalizado hacia el escenario, lanzar mandobles con su espada mientras la mayoría del público le aplaude y Dulcinea le observa aterrorizada, y desgarrar finalmente la tela hasta que ya sólo se ve el bastidor que la sujeta. Tras las imágenes, la nada. Tras la imaginación cinematográfica, la nada de la realidad. Se han acabado los aplausos, Dulcinea se ha ido y con ella el amor, pero queda Don Quijote. Quizás la cruzada de Welles es equiparable a la del personaje de la novela de Cervantes.

Los seis minutos más bellos de la historia del cine son parte de Don Quijote.

Tres motivos, de entre los muchos posibles, para amar a Orson Welles:

Secuencia en la sala de los espejos en La dama de Shanghai.

El plano-secuencia al comienzo de Sed de mal.

El final de Fraude (F for Fake, 1973).

Tres películas de Orson Welles que quizás no hayas visto y que deberías ver:

The Fountain of Youth (1956).

Una historia inmortal (The Inmortal Story, 1968).

Filming ‘Othello’ (1978).

Tags:
cine
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