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De «chica mala» a santa, la historia de Jacinta

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Meg Hunter-Kilmer - publicado el 13/02/17

¿No es alentador que una pecadora egoísta y común y corriente pudiera, al final, llegar a ser santa?

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A menudo parece que los santos salen solo de dos categorías: pecadores empedernidos convertidos en un instante, por un lado, y modelos de virtud que jamás cedieron a la tentación del pecado. Cuanto más se les conoce, más se descubre que ambos, grandes pecadores y grandes santos, tuvieron también sus dificultades y se enfrentaron a la tentación durante sus vidas.

Es alentador ver a santa María de Egipto luchando contra recuerdos de su pecaminosidad hasta 15 años después de su conversión, o leer sobre las dificultades del increíblemente piadoso san Antonio de Padua. Pero aquellos de entre nosotros que no encajamos en ninguna de estas categorías podemos sentirnos frustrados por lo que aparenta ser una carestía de pecadores comunes llegados a santos.

Hasta que leemos sobre santa Jacinta Mariscotti.

Nada parecido a la princesa homicida que fue en su día santa Olga de Kiev y tampoco nada del estilo a la niña angelical que fue la beata Imelda Lambertini. Jacinta fue una adolescente normal, muy obstinada, pero normal. A pesar de ser bastante piadosa en su infancia, Jacinta (1585-1640) se convirtió en una versión renacentista de una chica mala.

Tenía fe en Cristo y en Su Iglesia, en la Italia del siglo XVII, pero su fe no llegaba mucho más allá de eso. Salvó su vida milagrosamente en un accidente casi mortal cuando tenía 17 años, pero aun así, Jacinta, hija acomodada de nobles, solo mostraba interés en sus planes de un matrimonio romántico y un estilo de vida de opulencia y excesos.

Y entonces, por primera vez según parece, su voluntad quedó frustrada. El joven noble objeto de sus deseos se casó con otra persona. Peor todavía: esa otra persona era la hermana menor de Jacinta.

Y Jacinta, aficionada a los dramas y con una visión de la vida bastante petulante, no estaba dispuesta a quedarse de brazos cruzados. Se volvió hosca, airada y por lo general hizo la vida tan miserable para su pobre familia que decidieron hacerle las maletas y mandarla a un convento franciscano.

Se escapó una vez, pero la escoltaron de vuelta para que viviera vigilada el resto de sus días en sombría desesperación… o eso es lo que pensaba ella.

Por lo general, que te obliguen a entrar en un convento porque eres demasiado insoportable como para compartir la vida de los demás, pues no es algo que vaya a terminar bien. Durante un tiempo pareció que Jacinta no sería la excepción a esta norma.

Declaró a su padre que viviría como una monja pero que no viviría por debajo de su posición. Noble era y noble seguiría siendo, y al cuerno con el voto de pobreza.

Durante 15 años Jacinta hizo precisamente eso. Llevaba hábitos de las telas más delicadas, le traían exquisiteces que complementaban a las humildes comidas que le servían y pasó sus días entreteniendo a invitados en sus habitaciones personales.

Aunque entregada a la vida de oración exigida por la comunidad y al voto de castidad, sus votos de pobreza y obediencia no tenían cabida. Escándalo o no, Jacinta vivía su vida como quería.

Algunos años después de su entrada, Jacinta contrajo una enfermedad menor por la que debió guardar cama y, en este estado, recibió una visita de su confesor, quien quedó tan impactado por el lujo de sus aposentos que declaró que la única razón por la que ella estaba en el convento era para ayudar al diablo. Jacinta quedó aturdida con sus palabras y decidió corregir su vida.

Pero no lo hizo.

No es ninguna sorpresa. Cuanto más tiempo te has gobernado por tu obstinación, más difícil es arrepentirte y someterte. Por suerte para Jacinta (y para todos nosotros), Dios es paciente y misericordioso.

De nuevo, Jacinta cayó enferma, esta vez de algo bastante más grave, y finalmente se arrepintió y se dio cuenta de qué forma su vanidad y su tozudez habían herido a Cristo. Hizo confesión pública de sus pecados ante la comunidad y determinó que viviría según la norma dispuesta para ella.

Y así hizo, y mucho más. Desde aquel momento, Jacinta vivió una vida de penitencia extrema. Donaba con generosidad a los pobres, sobresalía en la oración contemplativa y llegó a estar tan unida a Cristo que le concedió la habilidad para leer almas y para obrar milagros.

Tras un pasado tan frívolo y autoindulgente, Jacinta desarrolló un pánico a los lujos y un compromiso para con los pobres tan poderoso que donaba su propia cena si alguien llegaba pidiendo ayuda.

Su amor por los necesitados la inspiró para fundar dos congregaciones para ayudarles, sobre todo a los encarcelados. En el momento de su muerte, esta muchacha, antes tan malhumorada e indulgente consigo misma, tenía una reputación de santa tan fuerte que tuvieron que cambiar su hábito tres veces durante su velatorio porque todos los fieles cortaban retazos de su ropa para conservarlos como reliquias.

La inmensa misericordia de Dios había transformado a esta niña mezquina en una gran santa.

Este tipo de historias me resultan muy alentadoras; una pecadora corriente y una reincidente inaguantable que por fin fue capaz de reinventarse, apartar su egocentrismo y vivir únicamente para Cristo.

Santa Jacinta Mariscotti (cuya fiesta se celebra el 30 de enero) es una intercesora destacable para nuestro lado más materialista y egoísta (todos tenemos uno) y una testigo hermosa de que Dios puede obrar incluso en los corazones más mediocres.

Recemos hoy por aquellos que siguen a Jesús con un corazón medio convencido, tibio, y para que Dios nos señale nuestra propia pecaminosidad y nos conceda santidad. Santa Jacinta Mariscotti, ¡ruega por nosotros!

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