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‘La telaraña de Carlota’ dio a mi hijo su primera experiencia de sufrimiento, y casi me mata

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Paramount Pictures

Kathleen Hattrup - publicado el 27/01/17

¿Tenemos que proteger a toda costa a nuestros hijos de la tristeza de la vida?

Mi hijo de siete años entró cabizbajo en mi despacho de casa. Mientras empezaba a buscar un libro atentamente en las estanterías, me di cuenta de que seguramente ya habría acabado La telaraña de Carlota, con el que llevaba ensimismado un par de días.

Probablemente tenía la edad de mi hijo cuando leí por última vez La telaraña de Carlota, así que lo único que recuerdo es que el final era muy triste y que tenía algo que ver con una araña. Cuando mi hijo lo cogió para leerlo la historia lo atrapó de inmediato.

Ahora, mientras sus ojos corren por entre mis estanterías, le pregunto si le ha gustado el libro y si era triste. Asintió con la cabeza y siguió ojeando, así que insistí. “Cariño, cuéntame de qué va la historia. Ya no me acuerdo. ¿Era triste?”.

Sin responderme, de repente salió corriendo de mi despacho dando un portazo.

Salí en su búsqueda, intrigada por su reacción, pero cuando abrí la puerta lo encontré de pie justo delante, llorando.

“No quiero hablar de eso, mamá”, me dijo entre grandes sollozos.

Es mi hijo mayor, y esta es la primera vez que experimenta una ola de emoción tan fuerte de una obra de ficción. Reconozco que es un nuevo peldaño, una nueva “primera vez” de la que de alguna forma he de extraer una clara lección vital que le ayude a formar su carácter.

Así que, como cualquier buena madre, le envolví en mis brazos y le arrullé palabras de consuelo, y de inmediato sucumbí a mi inseguridad: ¿Por qué diantre leemos historias tristes?, me pregunté, recordando que La telaraña de Carlota había sido un libro escolar para mí. Es un niño y yo me preocupo por protegerle de tantísima tristeza en la vida ¿y luego voy y le doy esto?

Mi hijo únicamente toleró mis abrazos durante unos pocos minutos —un niño de 7 años tiene un límite de consuelo por parte de sus padres— y luego se fue corriendo a distraerse con otras cosas. Pero yo volví a mi escritorio todavía con dudas. Le envié un mensaje rápido a una amiga con la que siempre puedo contar para reflexiones.

Respondió rápidamente, un poco divertida por la situación, pero entendiendo tanto mi deseo de ayudar a mi hijo como mi inseguridad.

Recuerda que tu función no es protegerle del sufrimiento, sino ayudarle a encontrar la felicidad”, empezó diciéndome, recordándome que de todas formas no podemos escapar del sufrimiento, ya que es parte de la experiencia del ser humano, y —contrariamente a lo que nos dice nuestra cultura— no es un obstáculo para la felicidad. Recuerda cuántas historias leemos sobre personas que sufren profundamente pero que también son profundamente felices, me señalaba mi amiga.

“El sufrimiento puede ayudarnos a ver la humanidad en los demás y, por lo que me has dicho, parte de tu esfuerzo regular con [tu hijo] está en ayudarle a empatizar, a aprender a ver a otra persona como una persona, igual que él, alguien que también tiene sentimientos y un mundo interior propio, de forma que aprenda a ser más sensible y considerado cuando interactúe con otros”.

“Y por cierto”, prosiguió, “este es un propósito de la ficción, el adentrarte en una historia para enseñarte una lección, porque el ser humano aprende más con una historia que con cualquier otra forma de instrucción”.

Puso su explicación en contexto haciendo referencia a una clase que tuvo sobre teología moral: “Cuando la historia transmite valore morales apropiados, puede ser una forma poderosa de educación; puede ser igual de poderosa si no transmite valores saludables, de ahí el gran daño del entretenimiento moderno. Muchas intenciones ocultas han entrado en nuestro país a través de la televisión, y solo luego se han abierto camino hasta las aulas o el gobierno. Nuestro corazón se conmueve con las historias, y el corazón es el centro de la persona, el centro de sus decisiones”.

Así que había un propósito en todo esto, me aseguraba. Es cierto que La telaraña de Carlota había hecho llorar a mi hijo, que incluso le había hecho “sufrir”. Pero esa fuerte reacción emocional estaba diseñada para orientar su corazón hacia los valores que transmitía la historia: el cuidado de nuestro prójimo, la amistad, amor hasta el autosacrificio, etc.

Así que supongo que no será la última vez que animo a mi hijo a leer un buen libro, incluso si es uno con un final triste. Y todo ello aunque me duela mi corazón de madre al saber de todas las lecciones que todavía le quedan por aprender.

Tags:
educaciónhijospaternidadsufrimientotristeza
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