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Sentirse pequeño en una noche inmensa

Pastor, José. Jesús y María

© John Pavelka

Carlos Padilla Esteban - publicado el 24/12/16

Meditación ante el pesebre

Me detengo ante el Belén. Me arrodillo ante María y José. En silencio. No sé bien por qué la tradición los presenta uno tan lejos del otro esta noche. Y el niño en medio. Solo, algo lejos. Creo más bien que José sostendría a María por la espalda en esa noche. El niño en sus brazos, durmiendo. O María recostada. Y José velando a su lado.

Mientras Ella duerme con el Niño, él velando. Y meditando en su corazón tantas cosas de esos días. Cosas que no comprendía del todo. Las prisas de esos meses de viajes. Los ruidos de un tiempo inquieto. El ángel hablando en sueños. Y la paz del alma.

Ya estaba allí ahora, en Belén. María en sus brazos y Dios dormido en su carne de niño. Se acabaron las dudas. O comenzaron de nuevo al no ver nada extraordinario en ese hijo de Dios. El silencio del mundo en esa noche honda.

¿Dónde está la alegría de la promesa? ¿Dónde se hace carne la Buena Nueva? José sosteniendo a María cansada. Una noche de luz en las sombras. Los tres solos. Tanta vida en la oscuridad.

Miro a José velando, custodiando el sueño de María. Miro a María tranquila, ya con paz, segura, protegida. Con ese niño en sus brazos, en la palma de su mano. Como Ella que a su vez descansaba en las palmas de las manos de Dios.

¿Hay que seguir temiendo? ¿Dónde está la alegría? El corazón se calma. Ya no temo. Callo al mirar este Belén en esta noche. Me gustan los silencios de hoy. El abrazo callado de José y María. Los ojos cerrados de un niño que es Dios.

La paz cansina de un largo camino hasta Belén. La búsqueda inquieta de una posada. Esa misma inquietud que me lacera el alma cuando busco posadas por la vida. Lugares en los que poder vivir y crecer. Como un mendigo de paz y sosiego. Un mendigo de un amor eterno.

Quiero detenerme hoy ante Jesús recién nacido. Sólo mira o duerme. Calla o llora. Y es el Salvador. El que es eterno sujeto al rigor del tiempo. El que va a cambiar mi vida incapaz de sobrevivir solo esta noche. Lo miro tan desvalido que me siento incómodo.

¿Dónde está la alegría que sólo me da un Dios todopoderoso? Dios desvalido. Yo mismo desvalido. Pienso en las palabras del padre José Kentenich:

“La misericordia de su parte, presupone el desvalimiento por mi parte. ¿Quién de nosotros no tendría que decir: estoy desvalido? Sea por un achaque físico. Por este dolor aquí, o esa afección allí, y no sé cuántos quebrantos más. A ello se agrega el desvalimiento a nivel espiritual. Porque nosotros no sólo queremos portarnos bien y ser buenos, sino que debemos ser santos. De la mano de María no sólo queremos ir hacia Jesús, sino también hacia el Padre. Todos queremos ser hijos del Padre. Y qué grande es el peligro de que el mundo nos arrastre con su vorágine. Los ojos de una madre están siempre dirigidos hacia nosotros. La Madre nos atrae hacia sí mediante sus ojos atentos, bondadosos, maternales”[1].

Miro a María que sí me mira y me atrae hacia el Belén en mi desvalimiento. Me siento pequeño esta noche inmensa abandonado en sus manos abiertas. María me mira, me espera. Con el niño en sus brazos.

Esta noche tan esperada, tan ignorada. Los ojos del mundo no se han detenido ante un par de personas camino a Belén. No han llegado a buscar un niño nacido entre pajas. Yo lo he esperado. Lo espero cada año. Cada Navidad, cada día, siempre de nuevo.

Porque me siento desvalido sin la cercanía de ese Dios indefenso. Con el desvalimiento de los pobres. Paradojas. Ante Dios siento ese desvalimiento tan humano. Siento que la vida pasa demasiado rápido entre mis dedos y yo la dejo pasar ante mí, inválido, desvalido, demasiado quieto, incapaz de cambiar nada.

Quiero mirar el Belén esta noche. Y decir en voz alta mis dolores, mis quejas, mis miedos, mis desvalimientos. Hay demasiado silencio en Belén. El alma inquieta. ¿Dónde está la alegría?

José y María están esperando mis palabras. Callan para acogerme. Me detengo ante el Belén. Un simple establo. Miro a José que está pensando mientras sostiene a María en sus brazos. Miro a José que a su vez mira a los ojos de María. Miro a José que acaricia torpemente a un niño pequeño que no hace milagros.

Miro a María que duerme abrazada a Jesús. Miro a María contenida en José. Cansada. Callada. Feliz. Miro a María que me mira con misericordia al ver mi impotencia. Y sonríe con ojos llenos de paz. Y me dice muy quedo: “Por fin has venido”.

La miro y de pronto una paz invisible invade mi alma. Penetra mis resistencias a estar en paz. Supera mis miedos que no me dejan abandonarme en sus manos. Yo queriendo retener mi voluntad como una bandera firme contra el viento.

Noto la ausencia de esa felicidad que sueño. ¿Dónde está la alegría en esta noche? Quiero mirar el Belén muy despacio. Detenerme en tantas figuras. ¿Qué pensamientos turban hoy mi alma? Me miro muy dentro. Miro a Jesús. En su impotencia me desarma. Parece defenderme sin decir palabras.

Yo soy el que busca su protección y pretendo protegerlo. No sé bien qué espero de esta noche. Ser protegido y no tener yo que proteger a otros. Descansar yo en sus brazos, con paz en el alma, y no tener que dar yo descanso a tantos.

Me rebelo contra la impotencia de un Dios desconocido. Me rebelo contra la impotencia que veo. Contra la misma impotencia que yo cargo. Miro la paz de esta noche. Y abro mi alma vacía.

Porque sé que la vida se juega en mi sí sencillo, en mis rodillas clavadas delante de un establo. En mi fidelidad heroica ante una vida tan ordinaria en la que no destacan los milagros. Y toco su carne débil con mis frágiles dedos. Y toco su paz callada con mi alma llena de ruidos.

Y sueño despacio con el cielo que se abre en esas manos blandas. Y espero una eternidad sostenida del hilo de ese latido tan humano, tan frágil. Tan de Dios. El milagro escondido bajo las estrellas que me anuncian una alegría verdadera.

Quiero acariciar la alegría de Dios en esta noche. Quiero llenarme de una paz bendita. Quiero ser yo Belén en el silencio de mi entrega. Caminando despacio. Algo cansado.

[1] J. Kentenich, Conferencia a las familias, Lunes por la tarde, 1956

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