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Cuando no podemos rezar, a veces otros deben rezar por nosotros

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Colleen Duggan - publicado el 25/08/16

Si Dios permitía que mi hijo muriera -después de haberle rogado que no-, ¿cómo me recuperaría?

Una tarde, cuando mi hijo Patrick tenía 3 años, se despertó de una siesta sin poder andar, con el lado derecho de su cuerpo paralizado. Quemé las ruedas del coche camino de emergencias.

Patrick fue ingresado en el hospital y los médicos realizaron todas las pruebas que puedas imaginar: TAC, resonancias magnéticas, análisis de sangre y de médula y electroencefalogramas.

Nos quedamos allí unos cuantos días y, antes de recibir el alta, una neuróloga nos explicó que Patrick había sufrido una convulsión. La doctora señaló a un escáner del cerebro de Patrick y dijo:

“La resonancia magnética muestra una anormalidad en el lóbulo parietal izquierdo de Patrick. Esto de aquí, suponemos, está causando los problemas para caminar de Patrick. Podría ser una infección. No creo que sea un tumor, pero no estoy segura. En cualquier caso, esto fue el origen de su convulsión. Le voy a dar una serie de esteroides para minimizar una posible infección en su cerebro y voy a ir siguiendo su progreso”.

Y luego nos dio el alta.

Nos fuimos a casa y así comenzamos un año intenso amenizado con visitas al hospital, análisis, medicamentos y muchas preguntas sin respuesta. Los episodios de Patrick y su estado general empeoraron.

Lo apuntamos a varias terapias para ayudarle con su evolución. Consultamos a neurólogos, oncólogos y otros especialistas para determinar el origen de sus trastornos neurológicos.

Ninguno de ellos, a pesar de los sinceros esfuerzos, pudo decirnos cuál era el problema.

Pasados unos ocho meses de búsqueda de respuestas, Patrick fue sometido a una biopsia cerebral para descartar lo peor (un cáncer, tumores, etc.). Todos los análisis fueron no concluyentes, pero él seguía sufriendo ataques.

Más de un médico me confesó que nunca antes había visto un caso como el de Patrick y que no podían identificar el origen de su mal. Reconocían el sufrimiento de Patrick, pero nada de lo que hicieran parecía servir de ayuda.

Empecé a desesperarme.

¿Patrick iba a ponerse bien?

¿Estas convulsiones y parálisis parciales a corto plazo estaban causando algún daño permanente?

¿Podríamos alguna vez identificar el verdadero problema?

Había días en los que el peso de la enfermedad de Patrick me paralizaba y no podía rezar. Tenía miedo de pedir a Dios que sanara a Patrick porque… ¿y si Dios no lo curaba?

Si Dios permitía morir a mi hijo —después de que yo le pidiera lo contrario—, ¿cómo podría recuperarme de eso?

Me resultaba imposible pronunciar las palabras “Señor, por favor, cura a mi hijo”. Era bien consciente de que una curación milagrosa podría no ser parte del plan de Dios.

Cuando no podía rezar yo misma por la recuperación de Patrick, pedía a otros que rezaran en mi lugar.

Llamaba a mi amiga Katie para decirle que estaba teniendo un mal día. Le pedía a ella que rezara con las palabras que yo no podía pronunciar, y así lo hacía. Entonces, Katie cogía el teléfono y pedía las oraciones de otros.

Los guerreros de oración de Patrick sirvieron a mi familia de una forma que aún me sobrecoge. Hubo amigos que organizaron rosarios, donaron dinero para sus gastos médicos, ayunaron por su mejoría y cuidaron de mis otros hijos cuando tenía que ir a alguna cita médica.

Nuestra parroquia donó los fondos de la cena benéfica de los Caballeros de Colón para saldar una factura médica bastante abultada.

Una buena amiga mía, que también tuvo una vez un hijo gravemente enfermo, me deslizó un billete de cien dólares. Cuando negué con la cabeza para decirle que no podía aceptarlo, me interrumpió:

“Úsalo para comprarte un libro o algún capricho de la tienda de regalos del hospital. Te vendrá bien comprarte algo para ti misma cuando tengas un mal día. Recuerdo bien lo que es vivir en un hospital, cielo. No me digas que no. Sólo dame un abrazo y lo dejamos así. Rezo por Patrick todos los días”.

Cuando sentía que me estaba ahogando, Dios inundó mi hogar con personas que hacían lo que yo no podía: cocinaban, hacían de canguro, iban a hacer la compra y mandaban dinero.

Cuando estaba asustada y consternada y triste, mis amigos encendían velas, se arrodillaban y asaltaban los cielos pidiendo por nosotros. Hicieron llegar a Cristo el mensaje por nosotros. Y por supuesto, Él escuchó. Siempre escucha.

Patrick mejoró. De hecho, estoy convencida de que estas oraciones nos ayudaron a determinar finalmente que una dieta especial era la clave para eliminar las convulsiones de Patrick.

Una vez implementada la dieta, los ataques de Patrick se detuvieron en su mayoría y ha estado relativamente sano desde entonces.

Pero la enfermedad de Patrick me enseñó una importante lección de fe.

Me enseñó que cuando nos enfrentamos a los momentos más oscuros de la vida, está bien que pidamos a otros que nos ayuden a soportar nuestro propio peso.

Al igual que los hombres de las escrituras que hicieron descender a su amigo paralítico de un tejado para poder llevarlo ante Jesús (Lucas 5:18-26), mis amigos cargaron con Patrick y conmigo hasta el Señor para rogar por nuestra recuperación.

Cuando Jesús vio su fe, no pudo negarse a su petición.

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