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Enamorarse de un Dios hombre

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 25/05/16

Se hace frágil para que yo comprenda que mi camino de felicidad pasa por no querer dejar de ser frágil

Me gusta pensar en un Dios que sale de sí mismo al crearme porque me ama. Un Dios que emprende un éxodo al hacerse carne.

El amor no puede vivir centrado en sí mismo. No se agota en una reserva egoísta. El amor que no se da se pierde. No hay un amor autorreferente. Curiosamente la autorreferencia no es verdadero amor.

Cuando vivo centrado en mí mismo, cuando la medida del tamaño de mi dedo es la medida con la que vivo mi vida y la de los demás… no funciona. Nada funciona. Necesito cambiar de medida.

Dios me hace ver que la encarnación es la renuncia a la medida de Dios para adaptarse a mi medida. Se adapta a mi cuerpo mortal. A mi cuerpo herido. Se adapta a mi amor limitado para mostrarme las posibilidades infinitas de mi vida.

Se hace frágil para que yo comprenda que mi camino de felicidad pasa por saberme frágil, por quererme frágil, por no querer dejar de ser frágil.

Dios se hace como yo, se descentra y me invita a mirar la vida desde sus ojos, desde su corazón, desde su medida que no tiene medida. Un amor que no puede contenerse en sí mismo, que necesita darse y salir.

Dios necesita amarme. Su amor trinitario se derrama en la fuerza del Espíritu sobre mí. Me necesita para poder amarme. Ese pensamiento me da alegría. Un Dios eterno, que se hace tiempo. Un Dios sin espacio, que se hace terreno. Un Dios infinito sometido a la finitud.

Y todo para que yo aprenda a tocar su amor infinito. Su amor de Padre, su amor de Hijo, su amor en la fuerza del Espíritu. Un Dios que se abaja para que yo alcance a comprender algo de mi verdad más profunda.

Sale de sí mismo y viene a mí, a lo más hondo de mi alma. A la hondura de mi pozo. A la inmensidad de mi mar. Viene para que yo no vuelva a sentirme solo. Para que no vuelva a vivir la desprotección.

Me enamora ese Dios que sale de sí mismo y se descentra. Ese Dios que no espera, que sale a mi camino, que pierde su vida por sostener la mía. Me necesita. No se recrea de lejos en la belleza de su creatura. Viene a mí para que yo pueda experimentar levemente la inmensidad de su amor hacia mí.

Me gusta ese Dios cercano. Ese Dios que no se queda en la lejanía de un horizonte inalcanzable. Ese Dios que no quiere ser alabado desde lejos. Un Dios que toca mi corazón. Un Dios que me abraza y me mira. Un Dios que me ama de forma palpable.

Me conmueve ese Dios que se despoja de su distancia para hacerse cercano. De su infinitud para hacerse finito. De su invisibilidad para hacerse visible.

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