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La liturgia es… una promesa del cielo, tocar el cielo

Il Paradiso – Chiesa del Gesù Roma – es

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SIC - publicado el 16/04/14

Una celebración bien vivida nunca deja indiferente

El anuncio de la liturgia definitiva en el cielo completa los elementos de la celebración para que ésta sea  litúrgica.  La liturgia es recuerdo, actualización y promesa. Anuncia la nueva Jerusalén del cielo. La comunidad cristiana, el ámbito de la celebración y las acciones que se realizan han de anunciar cómo será el cielo: una celebración eterna, feliz y gloriosa de alabanza a la Santísima Trinidad. Se intenta reproducir en la tierra la visión profética de San Juan en el Apocalipsis que vio la liturgia celestial: “Un trono estaba erigido en el cielo y Uno sentado en el trono” (Ap 4,2). “El Señor Dios” (Is 6,1; cf Ez 1,26-28). Al lado estaba el Cordero, “inmolado y de pie” (Ap 5,6; cf Jn 1,29). Cristo crucificado y resucitado, el único Sumo Sacerdote del santuario verdadero (cf Hb 4,14-15; 10, 19-21). El mismo “que ofrece y que es ofrecido, que da y que es dado” (Liturgia Bizantina).

Y por último, revela “el río de agua de vida… que brota del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22,1), uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo (cf Jn 4,10-14; Ap 21,6). Están presentes las potencias celestiales (cf Ap 4-5; Is 6,2-3), toda la creación (los cuatro Vivientes), los servidores de la Antigua y de la Nueva Alianza (los veinticuatro ancianos), el nuevo Pueblo de Dios (los ciento cuarenta y cuatro mil (cf Ap 7,1-8; 14,1), en particular los mártires “degollados a causa de la Palabra de Dios” (Ap 6,9-11), y la Santísima Madre de Dios (la Mujer) (cf Ap 12), la Esposa del Cordero (cf Ap 21,9), y finalmente una muchedumbre inmensa, que “nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap 7,9).

Por eso el propio templo debe parecerse al cielo. El que entra en él ha sentirse enseguida en contacto con lo divino y sobrecogido por el misterio. Los templos tienen las bóvedas artesonadas preciosamente recordando el cielo. Especialmente destacan las basílicas bizantinas que tienen las partes superiores recubiertas de oro queriendo expresar con el elemento más precioso que tenemos en la tierra el mismo cielo. La unción en los signos, el énfasis en las palabras, la belleza del canto, el arte, en una palabra, todo, debe producir una emoción religiosa que traslade al creyente hasta lo misterioso y divino. En toda celebración hay una carga de emotividad, espontaneidad y sorpresa. Aunque se repita casi lo mismo, siempre es creativa y viva porque la situación anímica de quienes celebran es diferente cada vez. Esta es la fuerza de la liturgia, purificada de racionalismo, que transfigura y transforma las realidades creadas para que se abran a la liturgia definitiva del cielo.

Finalmente se pueden señalar otras cualidades de la liturgia como la capacidad catequética que posee para enseñar, recordar y afirmar las verdades de la fe y para transformar la vida de los celebrantes. El Espíritu Santo transforma todo aquello que toca. La vida humana a nivel de tierra la hace divina y celestial y la eleva a la altura del cielo. Dios desciende y el hombre asciende. Una celebración litúrgica, si es tal, con las características que hemos indicado,  nunca deja indiferentes. Lo que se celebra se hace concreto en la vida diaria. La liturgia es vida. Lleva a actuar como Cristo en palabras, acciones y sentimientos.

La liturgia encuentra todo su realismo y su verdad cuando se lleva a la vida. Vivimos la liturgia en la oración, en el trabajo, en la cultura, en las relaciones humanas de justicia y solidaridad, en la caridad con los demás, especialmente en la ayuda a los pobres, en la misión evangelizadora a la que somos enviados. San Agustín le llama a esta concreción de la celebración litúrgica en la vida: “esparcir y derramar aquello de lo que te has llenado” (Sobre la doctrina cristiana 1,4).

Monseñor Francisco Pérez, arzobispo de Pamplona (España). Artículo publicado por SIC

Tags:
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