La adolescencia es una edad a menudo difícil de vivir para el niño, pero también para sus padres. Sin embargo, todo el mundo puede vivir de manera muy positiva esta etapa de la vida, con una condición importante.Los hay que no creen en esta crisis, ni siquiera en la adolescencia en sí, a la que tachan de invento moderno de sociedades progenitoras de adultos inmaduros.
El padre Vincent de Mello forma parte de estos escépticos: “La supuesta crisis del adolescente no es más que el indicador de un mundo adulto ansioso y timorato. En vez de alegrarse al ver al niño crecer y edificarse, los adultos los miran con ojos temerosos y los retienen en el mundo de la infancia. Los niños no pueden sino rebelarse”.
El psiquiatra Xavier Pommereau tiene una opinión diferente: “Cabe recordar que, etimológicamente, la palabra ‘crisis’ no tiene el sentido negativo que le atribuimos. Significa ‘momento crítico’, es decir, un momento decisivo en el que se pasa de un estado a otro”.
¿Qué es la “crisis de la adolescencia”?
“El cambio incluye tensiones, pero esto es bueno en sí. Es exactamente lo que pasa en la adolescencia: entre los 13 y los 17 años de media, el niño empieza a existir como él mismo y no tanto como ‘producto’ de sus padres. Para afirmarse en su autonomía, se separa de ellos y quiere cortar con todas sus posturas. Llevar la contraria a sus padres suscita, a la fuerza, conflictos”, comenta Xavier Pommereau.
Sin embargo, el psiquiatra advierte sobre la distinción indispensable que hay que hacer entre la crisis de adolescencia clásica y el adolescente en crisis. Aunque sólo afecte al 15 % de los jóvenes, es importante para los padres diferenciar entre discrepancias de conducta, irritantes pero normales, y conductas de ruptura mucho más peligrosas: huidas, insultos, descalificaciones, intentos de suicidio…
Según el psiquiatra, la adolescencia es un tránsito obligado y necesario. Las manifestaciones de la adolescencia son diferentes según las culturas y las épocas. Es, además, una de las dificultades que tienen que afrontar los padres: las discrepancias de sus hijos son diferentes de las que ellos pudieron tener “en su juventud”, en la que, por ejemplo, no existían Internet ni los móviles.
Debido a su falta de objetividad con respecto a sus hijos, no es fácil para los padres discernir entre comportamientos reflejo de una adolescencia normal y otros propios de un adolescente que va por el mal camino.
Para Patricia, madre de dos jóvenes de 15 y 16 años, la palabra “crisis” es exagerada: “Yo hablaría más bien de tránsito, de maduración. Es una edad extraordinaria en la que pueden hacer de todo y en la que, al mismo tiempo, no tienen aún la madurez suficiente. Por ejemplo, pueden engendrar vida pero todavía no pueden ser padres o madres”.
Arielle, madre de cinco hijos de 21 a 9 años, comparte la misma opinión sobre la crisis de la adolescencia: “En la adolescencia, hay muchas cosas moviéndose en el niño. Hay transformaciones físicas, las más visibles, una preocupación por la mirada de los demás, pero también un cuestionamiento increíble”.
Además, es así como detectó ella la entrada en la adolescencia de sus hijos mayores: a la petición más anodina la respuesta era siempre “¿Por qué?”. Aunque para Arielle la adolescencia no es necesariamente un problema, confiesa que, al menos con su segunda hija, no ha sido fácil de gestionar.
No dramatizar los conflictos
Entonces, si la adolescencia es un periodo positivo, ¿por qué los padres, sobre todo las madres hacia sus hijas y los padres hacia sus hijos, la viven como un periodo complicado?
El sacerdote Vincent de Mello tiene su explicación: “Un niño que pasa a la edad adulta tiene una inmensa sed de absolutos. Ve rápidamente en sus padres sus medias decisiones de vida, sus incoherencias, y se las echa en cara. Porque los adolescentes desbordan vida, no quieren ese mundo estrecho que les proponen los adultos a su alrededor. Evidentemente, esto sienta mal a los padres, que se ven confrontados con sus fallos”.
Patricia comparte esta opinión: “Los adolescentes son implacables, no dejan pasar nada. Me cuestionan constantemente. Es apasionante, pero hiriente”.
“Los portazos, las discusiones que se avinagran sistemáticamente, es un combate permanente, es agotador”, confirma Arielle.
Ambas han vivido el conflicto sobre el tema de la misa dominical: “Hay que lucharlo cada vez, lo cual significa llegar sistemáticamente tarde”.
Según el psiquiatra Xavier Pommereau, no hay que dramatizar los conflictos durante la crisis de la adolescencia. Aunque hay dos factores que contribuyen a hacerlos más agudos: “Estamos en una sociedad muy individualista en la que cada uno es remitido a sus propias responsabilidades sin poder apoyarse en el respaldo de los demás. Lo que antes podía compartirse con los abuelos y abuelas, los tíos y las tías, ya no puede ser en las familias en las que cada uno, a causa de la distancia geográfica o de unos lazos menos estrechos, se ocupa de lo suyo. Los padres soportan solos todo el peso de la educación de los jóvenes, mientras que les resulta imposible ser objetivos sobre sus propios hijos. Luego, los ritos de tránsito han desaparecido en las nuestras, cuando resultan estructuradores. La sociedad actual solamente propone ritos de consumo: tabaco y alcohol”.
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Mirar a los adolescentes con ojos optimistas
El padre De Mello denuncia también la desaparición de los ritos, incluso en la Iglesia. Ello no impide que el papel de los padres siga siendo difícil: por ejemplo, cómo responder cuando el niño es insolente, cómo decidir entre las salidas que conviene autorizar y las que no, o incluso si hay que obligar a los adolescentes a ir a misa.
Xavier Pommereau aconseja primero “intercambiar” nuestros adolescentes con otros. Apoyarse en la familia y los amigos. Los jóvenes serán más tolerantes con ellos que con sus padres. Y estos se darán mejor cuenta de la realidad, a saber que sus hijos no van tan mal como creían o, al contrario, que existe un problema.
El psiquiatra recomienda también mirarlos con ojos optimistas, incluso si nos exasperan; reconocer sus potencialidades sin reducirlos a sus resultados escolares. Porque la escuela, al aplicar una presión muy fuerte sobre los jóvenes sin preocuparse siempre por sus riquezas individuales, con frecuencia se vive como una imposición.
Tanto Arielle como Patricia han aprendido a soltar lastre: “Hay que proteger lo esencial y ceder en lo accesorio”.
Por ejemplo, tolerar la impertinencia pero no aceptar cierto vocabulario, es decir, enseñarles a mantener la educación. Imponerles ir a misa, pero dejarles elegir la iglesia. Sobre todo, insiste Arielle, “para mantener el diálogo, hay que aceptar sus argumentos”.
Si los adolescentes provocan a sus padres, es también para poner a prueba su firmeza, la coherencia de sus convicciones.
Los adultos pueden vivir bien la crisis de la adolescencia
Soltar lastre, dejarse llevar, para los padres, es aceptar –y es difícil– que sus hijos no les pertenecen.
Para Arielle, los adolescentes ponen a prueba la solidez de la pareja de sus padres: “He reprochado mucho a mi marido no apoyarme de cara a nuestras hijas en los conflictos. Más tarde, he comprendido que él llevaba razón, pero resultó duro”.
¿Y qué pasa con las madres que tienen que enfrentarse ellas solas a sus hijos porque están separadas de sus maridos?
Según el padre De Mello, no es un gran problema: “Es más difícil, pero es posible. Aunque divorciados, pueden ser sólidos y coherentes. Y los padres no son los únicos educadores de sus hijos. Es importante tener alrededor figuras sobre las cuales el adolescente pueda proyectarse. La Iglesia puede proponerles excelentes referentes. Pero mi lucha sigue siendo con los padres, a los que hay que ayudar, aunque eso signifique reeducarlos”.
Otro entorno que ayuda a los jóvenes a madurar es el escultismo, los grupos scout, donde van ganando cada vez más responsabilidades al mostrar ser dignos de confianza. Al adolescente le encanta entregarse. Y se convierte en adulto asumiendo compromisos de los que ser responsable.
Sí, este tránsito de adolescencia puede vivirse de manera muy positiva por los adultos que les rodean, pero con la condición de que acepten que sus hijos aprendan a volar con sus propias alas hacia el futuro que se fijen ellos mismos. Acompañados de unos adultos que confían en ellos.
Frédérique de Watrigant