Hay algo tan importante como el saber dar: saber recibir
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¡Felices beneficiarios del don de la vida! La primera parte de nuestra existencia pasa por recibir. Toda nuestra infancia, nos beneficiamos de los innumerables cuidados que necesita nuestra debilidad: cuidados corporales sin los cuales un bebé no puede sobrevivir, cuidados afectivos para ensanchar el corazón, cuidados espirituales y don de la gracia sacramental que nos introduce en Cristo.
A lo largo de nuestro desarrollo, aprendemos a compartir, ¡aunque no sin llantos de enfado ni gestos de acaparamiento o negativas sin rodeos! Este aprender a dar exige muchas repeticiones antes de convertirse en algo más fácil.
La pareja que se forma pasa por las mismas etapas. En el impulso inicial, cada uno busca colmar al otro con su amor.
La llegada del primer hijo trastoca ese hermoso equilibrio. Los padres jóvenes deben entregar su sueño, su paciencia, su ocio, su tranquilidad…
El recién llegado exige presencia, atención, afecto, en detrimento del tiempo que cada uno de los padres preferiría conservar para sí mismo.
Así, la familia, después de haber sido el lugar en que hemos recibido tanto, se convierte en una escuela de entrenamiento para dar mucho.
Incluso si se vive de forma progresiva y con amor, no falta el sufrimiento, la nostalgia e incluso la amargura… Sucede lo mismo en todos nuestros compromisos: después del entusiasmo inicial que estimula nuestra generosidad, experimentamos, con el paso de los años, la dificultad de permanecer fieles a la entrega de los comienzos.
Estamos hechos así: nos es más fácil volcarnos nosotros mismos que abrirnos a los demás. Sin embargo, “amar es darlo todo, darse incluso a sí mismo”, como decía santa Teresa de Lisieux. Entonces, ¿cómo entrar en la dinámica del don?
Un pequeño esfuerzo puede transformarse en un grano de oro
Recuerdo la aventura del mendigo en el relato del gran novelista indio Rabindranath Tagore:
“Iba yo pidiendo, de puerta en puerta por el camino de la aldea, cuando tu carro de oro se apareció a lo lejos como un sueño magnifico. Y yo me preguntaba, maravillado, quién sería el rey de Reyes. Mis esperanzas volaron hasta el cielo y pensé que mis días malos se habían acabado. Y me quedé aguardando limosnas espontáneas, tesoros derramados en el polvo. La carroza se paró a mi lado. Me miraste y bajaste sonriendo. Sentí que la felicidad de la vida me había llegado al fin. Y de pronto tú me tendiste tu diestra diciéndome: ‘¿Puedes darme alguna cosa?’. ¡Ah, qué ocurrencia la de tu realeza! ¡Pedirle a un mendigo! Y yo estaba confuso y no sabía qué hacer. Luego saqué despacio de mi saco un granito de trigo, y te lo di. Pero qué sorpresa la mía cuando al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué amargamente lloré de no haber tenido corazón para dártelo todo!”.
Cuando tengamos dificultades para responder a una petición, ¡acordémonos de que nuestro pequeño esfuerzo puede transformarse en un grano de oro!
O mejor aún: al seguir los consejos de santa Teresa del Niño Jesús a sus novicias, podemos pedir a Dios que sea nuestro Maestro interior para que Él sea la fuente de toda nuestra actividad al ocupar el lugar de nuestro “yo” interior.
Dediquemos tiempo a la adoración y dejémonos transformar poco a poco por Jesús que se entregó por nosotros. Porque, como decía san Bernardo: “Todo está en Él: los remedios para tus heridas, la ayuda que necesitabas; la enmienda a tus faltas, la fuente de tu progreso, en resumen, todo lo que un hombre puede y debe desear”.
Desde el instante en que experimentemos que “dar es recibir”, obtendremos la fuerza y el impulso de compartir con los demás lo que tenemos y lo que somos.
Por Rolande Faure