¿La relación con Dios debe formar parte del “jardín secreto” o, por el contrario, hay que permitir que esposo y esposa entren en él?
Juana y Pablo, casados desde hace dieciséis años, desearían ir más lejos juntos en su relación matrimonial.
“Compartimos los temas relativos a los grandes ámbitos de nuestra vida pero, cuando se trata de nuestra vida espiritual, sufrimos de un mutismo que nos sorprende”, confiesan un poco decepcionados por una actitud que no comprenden, aunque aspiran a una intimidad más profunda.
Como les sucede a muchas parejas cristianas, Pablo y Juana tienen cada uno una relación personal fuerte y viva con el Señor.
Ambos desearían que poder compartir esta intimidad los anclara más sólidamente aún en la verdad y profundidad de su sacramento de matrimonio, así como en la relación conyugal en sí.
Una intimidad así, para la que no hay una regla universal, claramente necesita unos requisitos previos.
La aventura de una fe compartida
Para poder compartir su intimidad espiritual, la pareja debe ser estable, compartir cierto número de valores y actitudes -como la honestidad en la relación, la reciprocidad, la confianza mutua,…- y, por supuesto, el deseo de crecer juntos en la fe.
Sin embargo, hay preguntas que pueden surgir y frenar el impulso de entrar en esta aventura (¡porque realmente es una aventura!): “¿Dios no va a pedirnos más de lo que podamos hacer? ¿No sentiré vergüenza de hablar de mis dudas o mis debilidades con mi pareja? ¿No me volveré vulnerable?”.
A veces deseamos abrir solo al Señor las miserias que nos habitan a cada uno; siguen siendo un secreto bien guardado que es legítimo no querer divulgar: el Señor vendrá, en lo más íntimo de nuestro corazón, a aplicar su bálsamo divino.
Pero nuestro cónyuge es esa persona a la que hemos ligado nuestra vida. Hasta la muerte, dijimos el día de nuestra boda…
Y no solo tenemos lados oscuros para compartir. También encontramos a lo largo de nuestro camino espiritual, iluminado y enriquecido por la lectura de la palabra de Dios, descubrimientos, alegrías, esperanzas que nos atraviesan y nos hacen crecer.
Abrirnos a nuestro cónyuge sobre los que nos enseña Dios, sobre su presencia en nuestra vida, es abrir la flor y nata de nuestra alma a nuestro ser amado.
Además, fundamentalmente, ¡nuestro cónyuge no es un cualquiera! ¡Nuestro amado es nuestro amado! No busquemos otro en el cielo.
La vida espiritual no es una vida para la esquizofrenia. Si hemos meditado bien la bendición que el sacerdote pronunció en nuestra boda, sabemos que, desde que somos esposos, nos convertimos, por gracia, en “el uno para el otro el sacramento de la presencia de Cristo”.
Eso quiere decir que el mejor medio que tenemos de reunirnos con Cristo, de comunicarnos con Él, de decirle y demostrarle nuestro amor, es pasar uno a través del otro.
Lo que dice san Juan del amor de Dios (1 Jn 4,12) es más cierto aún para los esposos cristianos: el único medio que tienen para amar, de hecho y en verdad, a Dios, a quien nunca han visto, es amarse mutuamente.
Entonces sí, el amor de Dios alcanzará su perfección en la pareja (1 Jn 4,17).
Por Marie-Noël Florant