Perder el gusto por la oración puede ser una oportunidad para redescubrir lo más importante en nuestra vida: dirigirnos a Dios y ser un solo corazón con Él
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Todos tenemos momentos en los que ya no deseamos rezar, aunque sabemos muy bien que tenemos todas las de ganar si lo hacemos, y que el éxito de nuestra jornada depende de la oración.
¿Qué hacer entonces? Lo mejor es ponerse delante del Santísimo Sacramento. La influencia invisible de Jesús penetrará en nuestro espíritu.
Él, que está vuelto hacia el Padre desde toda la eternidad, nos devolverá el deseo de rezar al Dios de toda bondad.
Pero he aquí la cuestión: no todo el mundo tiene una iglesia abierta cerca de casa.
Un despertar saludable
¿Cómo reaccionar? Merece la pena analizar los aspectos positivos de la situación. En primer lugar, nos hemos dado cuenta de que ya no tenemos ganas de rezar. En segundo lugar, esta falta de deseo ha creado en nosotros un vacío que queremos llenar.
Está claro que echamos de menos la oración y queremos encontrar el camino que nos lleve de nuevo a ella. Son dos puntos positivos que no debemos pasar por alto. La primera etapa de nuestra reacción es la toma de conciencia.
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La solución es transformar nuestra debilidad en fuerza, como en el judo.
En segundo lugar: queremos salir de esta sequía. Puede que hayamos perdido el gusto por la oración, pero seguimos sintiendo nostalgia del tiempo en que nos dirigíamos a Dios con confianza, como un niño a su padre.
También el salmista expresa su nostalgia: "Recuerdo y mi alma se desborda: ¡en aquellos días atravesaba las puertas! Conduje a las multitudes a la casa de mi Dios en fiesta, con gritos de alegría y de acción de gracias" (Sal 42,5).
La solución, pues, es transformar nuestra debilidad en fuerza, como en el judo: el sentimiento doloroso de haber perdido algo precioso debe convertirse en un trampolín para recuperar el objeto perdido por los medios adecuados.
La experiencia pasada está ahí para estimular nuestra feroz determinación de salir de esta bolsa de aire.
Y así llegamos a la tercera etapa de la reacción, que es… la oración. Si hemos perdido el gusto por la oración, nos queda el deseo feroz de no vegetar en tal estado. ¿Y a quién podemos dirigirnos para salir de esta situación? Sencillamente, a Aquel a quien rezamos habitualmente.
Pero aquí ya no se tratará de dejar hablar espontáneamente a nuestro corazón, de derramarnos (pues carecemos de gusto para ello), sino de suplicar insistentemente, con "la energía de la desesperación", como dice la expresión popular.
Aquí ya no están de moda las alharacas, las oraciones floridas, las fórmulas llenas de circunloquios y rodeos. Se trata de pedir resueltamente al Señor que nos devuelva el deseo de orar, de rogarle que restablezca el contacto. En resumen, ¡hay que pedirle que nos devuelva las ganas de rezar!
Es entonces cuando llega la iluminación. Por fin comprenderemos que el fin último de la oración no es tanto la realización de nuestros deseos como la simple alegría de poder dirigirnos a Él, ¡la alegría de ser un solo corazón con nuestro Dios!
Nuestra falta de interés por la oración habrá sido así el rodeo por el que Dios nos inició en la alegría perfecta: la de estar con Él y preferirle a todos sus dones.
Al pedir el deseo de orar, habremos tomado conciencia de que nuestra felicidad, como la de Jesús, es estar "vueltos hacia Dios" (Jn 1,1), como dice el prólogo del Evangelio de Juan sobre el Verbo eterno.
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