En mi herida me abro a otras heridas: comprendo, acepto, amo
El otro día leía: “El pasado, con todos sus fallos, no estaba olvidado: seguía ahí para recordarme la fragilidad de la naturaleza humana y la necedad de poner la confianza en uno mismo. Ya no confiaba en mi propia guía, ya no dependía de mí mismo”[1].
Ser humano significa haber fallado y no haberlo olvidado. Pero no para recriminarme continuamente mis errores. Sino para ser consciente de que mi fragilidad es la llave que abre el corazón de Dios.
A veces hago que los santos no sean humanos. Los pinto perfectos, los describo como inalcanzables. Los catapulto al cielo desprendiéndolos de la cárcel de su carne. Como si nunca hubieran experimentado la debilidad, el error, el pecado, la caída, su propia herida.
En ese intento por mostrar la belleza de una vida sin mancha, doy por evidente que la mancha afea el alma. Y quito la mancha, la herida, el fracaso. Todo blanco, todo puro. No entiendo muchas veces ese deseo mío de hacerlo todo bien. De obrar como Dios obra. De no tener ninguna fragilidad.
Me olvido de lo humano que soy. Y al hacerlo, curiosamente me alejo de lo humano. Dejo de ser humano.
Es verdad que lo humano en mí me hace palpar la herida de todo hombre. En mi herida me abro a otras heridas. Comprendo, acepto, amo. Esa herida de amor que sufro me hace más cercano con el que también sufre. Es el camino más rápido.
La persona más humana es la más verdadera. Ser humano es ser de Dios. Ser mundano es ser del mundo. A veces somos mundanos cuando pensamos como piensa el mundo. Y no somos capaces de mirar la vida con los ojos de Dios.
Decía el padre José Kentenich: “No el vivir en la perspectiva humana, sino en la perspectiva divina. No el vivir en la confianza humana. Las seguridades y apoyos humanos se quiebran con frecuencia”[2]. Apegarme al mundo me puede esclavizar. Quiero vivir en la perspectiva de Dios. Confiar en lo que Dios me pide.
Es lo que hizo Jesús en su vida. Nunca dejó de ser humano. Fue el hombre más humano. Vivió en el mundo, pero no fue del mundo.
El Padre Kentenich fue también un apasionado por el hombre, por lo más humano. Supo comprender el alma humana. Supo acompañar y cuidar al hombre para que viviera en Dios. Pero confió en Dios y puso siempre su vida en sus manos. Se abandonó como un niño. Aprendió a mirar con los ojos de Dios.
En eso consiste nuestro camino. No se trata de despreciar lo humano. Al contrario. El hombre más humano es el hombre más de Dios. Dios me hace humano. Es el fruto de la alianza de amor con María. Ella me lleva de la mano al corazón de Dios y al corazón de los hombres.
No dejo de ser humano al ser más de Dios. No dejo de comprender las propias miserias y las debilidades de los hombres, cuando me adentro en el corazón de Dios. Y tocando mis miserias, no dejo de aspirar cada día a tocar los más altos ideales.
Todo comienza siempre en lo más humano. En la fragilidad del alma que sueña con un cielo inmenso. En la debilidad del corazón que es capaz también de lo más grande. Lo humano en mí no sólo me recuerda que soy débil. Lo humano en mí me habla de la belleza de Dios. Me habla de mi verdad más honda.
El otro día leía: “La verdad es una cosa terrible y hermosa, y por lo tanto debe ser tratada con gran cuidado”[3]. Ante mi verdad humana se arrodilla Dios. Y entonces me hago capaz de arrodillarme con infinito respeto ante la verdad de cada hombre.
Dios me hace capaz de amar de forma humana, con misericordia. Y ese amor humano mío, limitado y pobre, se convierte en un pálido reflejo del amor de Dios.
[1] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[2] J. Kentenich, Retiro a los Padres de Schoenstatt 1966
[3] J. Tiffany y J. Thorne, basado en una historia de J. K. Rowling, Harry Potter y el legado maldito