El 8 de diciembre de 1854, el papa Pío IX promulgó el dogma de la Inmaculada Concepción. Fue un momento delicioso, que él mismo describió así:
"Cuando empecé a proclamar el decreto dogmático, sentí mi voz impotente para hacerse oír por la inmensa multitud (50.000 personas) que se apiñaba en la Basílica Vaticana.
Pero, cuando llegué a la fórmula de la definición, Dios dio a la voz de su Vicario tal fuerza y tal vigor sobrenatural, que resonó en toda la Basílica.
Y quedé tan impresionado por tal socorro divino, que me vi obligado a suspender, por un instante, mis palabras para dar libre desahogo a mis lágrimas.
"Delicias inenarrables"
Además de eso, en cuanto Dios proclamaba el dogma por la boca de su Vicario, Él mismo dio a mi espíritu un conocimiento tan claro y tan grande de la incomparable pureza de la Santísima Virgen que, abismado en la profundidad de ese conocimiento, que ningún lenguaje podría describir, mi alma quedó inundada de delicias inenarrables, delicias que no son terrenas y que no podrían experimentarse sino en el Cielo.
Ninguna prosperidad, ninguna alegría de este mundo podría dar la menor idea de esas delicias.
Y no temo afirmar que el Vicario de Cristo necesitó una gracia especial para no morir de dulzura, bajo la impresión de tal conocimiento y de tal sentimiento de belleza incomparable de María Inmaculada.
Tú, mi queridísima hija [el Papa se dirige a la hermana superiora], fuiste felicísima en el día de tu primera comunión y más aún en el día de tu profesión religiosa. Yo mismo supe lo que significa ser feliz en el día de la ordenación sacerdotal.
Pues bien, reúne todas esas felicidades, con otras aún, multiplícalas sin medida para hacer todas juntas una sola felicidad, y tendrás así una pequeña idea de lo que sintió el papa el día 8 de diciembre de 1854".
Domenico Bertetto, Il papa dell’Immacolata, Pío IX. Civiltà (1972), pp. 63 a 65