¿Qué hacer cuando la adopción divide a un matrimonio que sufre infertilidad o esterilidad?Cuando cae el diagnóstico de la infertilidad, la pareja a menudo se siente desvalida. Entonces, una solución puede presentárseles: la adopción. Pero ¿qué hacer cuando la cuestión divide a los cónyuges?
“Después de diecisiete años de matrimonio, todavía no tenemos hijos y tengo muchas ganas de adoptar, pero mi marido no. ¿Hay que resistirse a este deseo que es tan fuerte? No concibo una casa sin un bebé”, me confesó un día una mujer.
Cuando los deseos son opuestos en la pareja, a menudo se pueden encontrar soluciones intermedias que tienen en cuenta las dos posturas. Pero hay casos en que los deseos son totalmente diferentes.
En el punto de partida, el diálogo permite a cada uno argumentar bien su decisión. Un diálogo en que cada uno haga, desde el principio, el esfuerzo de entrar en la problemática del otro, para comprenderlo desde el interior.
Me gusta decir que el marido debe convertirse en esposa, pero permaneciendo hombre, y la esposa convertirse en su esposo, pero seguir siendo mujer.
- El marido debe hacer el esfuerzo de salir de su punto de vista para ver el problema con los ojos de su mujer.
- Ella debe también ser capaz de descentrarse de sus concepciones, sus expectativas, para percibir el problema tal y como él lo percibe.
Comprender la reticencia del otro
No hay duda de que el marido debe escuchar este intenso deseo de un hijo, tan arraigado en el cuerpo femenino. Aunque sea imposible ponerse del todo “en la piel” del otro, no es impensable percibir lo que puede ser, para una mujer, la indescriptible felicidad de tener un bebé.
Para ella, dar vida es una magnífica razón de ser e incluso un orgullo legítimo. Es una alegría para ella dar un hijo al hombre que ama y el niño le parece como una concretización de su amor. Un hijo es “el amor hecho carne”, es el amor de un hombre y de una mujer que se convierte en persona; un poco como en la Trinidad el amor del Padre y del Hijo hace brotar al Espíritu Santo.
Un amor que, además, continuará después de su muerte quizás durante siglos a través de la cadena de generaciones derivadas de esa unión amorosa.
El duelo de la maternidad
Cuando la pareja no puede tener ese hijo o hijos tan deseados, hacer el duelo de la maternidad no es fácil para una esposa. Y la adopción le puede parecer como una oportunidad de desplegar su formidable capital de ternura, no solo para colmar su necesidad de ejercer de madre, sino también para permitir a un niño convertirse en un adulto feliz y pleno.
Porque la fecundidad no es solamente biológica, es también educativa: el niño no está terminado en el nacimiento, necesita todavía ser “alumbrado” en sus inmensas potencialidades.
Los temores del hombre
Dicho esto, es necesario que la esposa sepa escuchar también al esposo. Que escuche sus reticencias, por ejemplo. Frente a la paternidad, hay todo tipo de situaciones. Aunque hay hombres que desean absolutamente tener descendencia, otros no están tan necesitados de un hijo.
Los hay incluso que temen que el niño acapare a su mujer, convertida más en madre que en esposa. Muy a menudo, es el niño el que “hace” al padre, el que despierta en él la alegría de ser padre, el que termina por enamorarle con sus primeras sonrisas, sus primeros mimos y sus sorprendentes progresos.
Es fácilmente comprensible que, si a veces existen reticencias incluso para una paternidad biológica, las dudas pueden salir más a la luz frente a una posible adopción. Tanto más cuanto que la adopción puede plantear problemas.
Dios sabe si, personalmente, deseo que unos niños abandonados puedan conocer la alegría de ser acogidos en la calidez de una familia. Pero una adopción puede comportar también su lote de dificultades e incluso decepciones penosas y hay que contrapesar bien las exigencias antes de tomar una decisión así.
El miedo a la adopción puede superarse
Así, el niño adoptado puede tener una agresividad profunda e inconsciente. Siente reproche hacia su madre biológica por haberle abandonado, pero también hacia los padres adoptivos, considerados como los que se lo habrían quitado a esta madre.
Pienso en ese recién adoptado, venido del Caribe; en sus padres adoptivos que le explican que su madre biológica, demasiado pobre, incapaz de alimentarle, y él respondiendo severamente: “¡Únicamente teníais que darle dinero a mi madre para que ella se quedara conmigo!”.
El niño adoptado puede también pensar que el entorno social de su familia de adopción no es el suyo y experimentar la necesidad de ir a encontrar su “verdadero” entorno: el de los pobres, cuando no el de los marginados. Y de todas formas, existe ese vínculo visceral con la madre o el padre biológicos que el niño desea ardientemente encontrar: va a fantasear sobre su imagen, cuando no sabe en absoluto quiénes son.
Esto, quizás, puede explicar las reticencias de alguno de los cónyuges. Y hay fundamento. Pero hasta cierto punto. Porque esos problemas pueden superarse. En la medida en que el niño adoptado viva en la verdad con relación a su origen; o su madre biológica sea valorada a sus ojos (tuvo el valor de traerlo al mundo en una sociedad donde el aborto está trivializado); o explicándole que todo hijo, incluso biológico, es en cierto modo adoptado, ya que no es necesariamente como sus padres lo habían previsto; o dándole la posibilidad de conocer el país de su nacimiento si está lejos; u ofreciéndole un acompañamiento, incluso una terapia, si se constatan problemas de comportamiento, etc.
Y al lograrlo será posible, un día, que los padres adoptivos sean maravillosamente recompensados por el reconocimiento de unos hijos que, a su vez, les habrán adoptado totalmente.
Es con un diálogo así, abierto y calmado, estudiando todos los parámetros de esta posible elección, como la pareja puede encontrar una solución a su situación. Y si uno de los cónyuges debe hacer finalmente el duelo de la adopción, quizás pueda decirse que Dios, que sueña con hacer de todas las personas sus hijos adoptivos, conoce, Él también, este sufrimiento del amor incomprendido.
Denis Sonet