¿Cómo educar en el asombro a los hijos y ayudarles a detectar al mismo tiempo los peligros de su entorno?En el plano educativo, hay una tarea delicada consistente en confrontar al niño con una realidad que no siempre es color de rosa, sin por ello quebrar en él su capacidad de fascinación por el mundo.
El psicólogo y asesor empresarial Yves Boulvin ofrece en esta entrevista algunas claves a los padres.
¿La alegría de vivir es una cuestión de carácter innata o adquirida?
Dios pone en el fondo de todos nosotros, sin excepción, su alegría de vivir. Sin embargo, el lastre de lo heredado, el hábito de verlo todo en negativo, el recuerdo de momentos de sufrimiento, los duelos, las angustias, las rupturas… pueden sepultar esa alegría. Pero ese potencial de vida permanece intacto en lo hondo de nuestro ser. Realizar un recorrido interior puede ayudar a que emerja de debajo de todas esas capas sucesivas.
De pequeño, el niño se maravilla por cualquier cosa. ¿Qué función desempeñamos los padres para que ese espíritu de la infancia no se ensombrezca?
Cada uno tiene una vocación particular. A los padres les corresponde revelar el tesoro específico que habita en el corazón de sus hijos. De ahí la necesidad de una pedagogía positiva. Por ejemplo, cuando pongan de manifiesto un defecto –y es su papel hacerlo–, les sugiero respetar tres fases: ceñirse al hecho, dar un objetivo de cambio y, luego, felicitar por todo progreso realizado, por mínimo que sea. Deberán poner cuidado en desterrar frases envenenadas como “¡Qué malo eres!”, “¡No vas a conseguir nada!”. Más vale hacer comentarios constructivos del tipo “Le has dado una patada a tu hermana. Entiendo que no estés contento porque ella ha roto tu coche. Tienes derecho a reprochárselo, pero de otra forma, sin llorar y sin pegar. Lo más importante ahora es reparar tu coche”.
¿Los niños adoptan a menudo las actitudes de sus padres?
Los comportamientos de los padres estructuran los de los niños. Si el padre y la madre se alimentan frecuentemente de malas noticias a las que dan vueltas sin cesar y sin actuar, fomentan una atmósfera cargada y desalentadora. La madre que no se cuida bastante y repone fuerzas termina gritando por la noche a los niños y reprendiendo al marido por llegar tarde. Luego se arriesga a sentirse culpable o, al contrario, a justificar su ira. El marido cansado que se vuelve demasiado autoritario o tajante, los padres que hablan negativamente de una persona ausente, ¿qué ejemplo dan a sus hijos? El niño deberá liberarse más tarde de ese clima afectivo negativo.
¿Qué resoluciones pueden asumir los padres para mantener la alegría de vivir?
Es importante adoptar la mirada de luz que Dios nos dedica a cada uno. Él cree en nosotros y nos ayuda a creer en nuestros hijos, hagan lo que hagan. Esta fe en ellos les ayuda a desarrollarse. Poner en valor los progresos supone que los padres actúan de ese modo hacia sí mismos y que han encontrado su propia capacidad de fascinación. Un buen amor propio consiste en recibir el amor de Dios y en dar gracias por las cualidades que ha puesto en nuestro interior. Así, con gratitud, nos entran ganas de hacer fructificar ese tesoro. “Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él” (Mt 3,17): este es un camino de resurrección para todos.
Pero ¿cómo no caer en la sobreprotección y lograr confrontarles con una realidad que no siempre es color de rosa?
“Sean entonces astutos como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10,16), invita Cristo, que curaba pero que también sabía oponerse firmemente. Aquí hay una doble misión educativa: valorar la fascinación del niño al tiempo que le enseñamos a discernir los peligros de su entorno para protegerse de ellos favorablemente. Cuando su personalidad se refuerza, se vuelve capaz de clasificar lo que le decimos, de reorientar a los demás cuando es necesario, de decir no, de superar las dificultades.
Los padres no pueden (¡y no deben!) ahorrar a sus hijos los golpes duros, el sufrimiento, las consecuencias de los duelos. Lo esencial está en enseñarles a volver a levantarse. Cuanto antes aprendan a extraer lecciones de los acontecimientos, mejor preparados estarán para la vida. Eso implica que los padres mismos hayan aprendido a atravesar los trances de la vida, no como víctimas que rumian, lamentan –“Tendría que haber hecho esto, qué pena que no pasó lo otro…”– o se indignan –“¡Es todo culpa de los demás!”–, sino con la certidumbre de que de todo mal Dios extrae un bien. Dios está presente en el presente. Como a la mujer pecadora, Cristo no nos invita a regresar de forma compulsiva sobre el pasado, sino que nos pregunta: “Y ahora, ¿qué vas a hacer, qué decides?”.
Entrevista realizada por Stéphanie Combe