“¿Qué pensarán de mí? ¿Me comporto como es debido? ¿No soy demasiado ridículo?”. Nada es más importante que la mirada de otras personas. Solo existimos realmente ante la atención de las personas.
Si nadie nos mira nunca, si pasamos desapercibidos en un grupo, lo pasamos realmente mal. Y hay tantas formas de mirar que es inevitable que nos preguntemos cómo nos ven los demás.
No preguntárselo en absoluto sería negligente, pero convertirlo en una preocupación principal es manifiestamente nocivo.
Así que pasamos mucho tiempo con algún confidente a quien poder preguntar sin cesar: nuestro espejo. Al confidente le pedimos que nos reenvíe nuestra imagen e intente ponerse en el lugar de los demás y ver cómo nos ven: “¿Soy bastante guapa, soy el más guapo?”.
Y entonces nos afligimos porque el pelo no crece como quisiéramos, luego lamentamos que el tinte no ha quedado como debiera, más tarde nos planteamos un arreglo en la nariz o las orejas… Y todo esto, ¿por qué?
Porque tenemos miedo de las miradas de los demás.
Pero si tenemos tanto miedo de la opinión de los demás, ¿acaso no posamos nosotros sobre los demás una mirada que no conviene?
Porque no se trata solo de la forma en que los demás nos miran, también es la forma en que nosotros miramos a los demás.
Mirar con profundidad
¿Hemos pensado en purificar nuestra mirada hacia los demás? Nosotros también tenemos una panoplia de miradas de entre las que elegimos según las situaciones: la mirada tímida para esa persona que nos intimida un poco, la mirada arrogante para ese del que no tenemos nada que temer, la mirada despectiva para quien juzgamos severamente, la mirada brillante para esa persona cuyo afecto deseamos, la mirada amenazante para defenderos…
¿Hemos pensado que si somos sensibles a las miradas de los demás, los otros también son sensibles a nuestra mirada?
Así que hay que aprender tanto a mirar a los demás como a reaccionar a las miradas de los otros. Porque la mirada se educa como la memoria o el sentido cívico.
Por tanto, tenemos que aprender a purificar nuestra mirada, porque no miramos a los demás inocentemente. Toda mirada lleva un mensaje.
La mirada neutra no existe, a no ser que se trate de la mirada profesional, como la del cirujano que decide una intervención teniendo solo en cuenta el bien del paciente.
Purificar nuestra mirada es aprender a superar las apariencias para unirnos a la realidad oculta de quien tenemos enfrente.
En la Biblia, cuando el profeta Samuel ve a cada uno de los hijos de Jesé, a cada cual más grande y más bello, piensa cada vez que se encuentra ante el futuro rey, pero el Espíritu Santo le dice: “No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón” (1 Sam 16,7).
Jesús mismo pronunció una frase que no deja lugar a dudas: “El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5,28).
No dice que haya que cerrar los ojos ante las maravillas de la Creación, sino que pide purificar nuestra mirada.
Hay una forma de mirar al otro con la mirada del ogro que solo piensa en devorar. Y luego, hay otra mirada de la que se habla en el Evangelio:
“Entonces Jesús, mirándole, le amó” (Mc 10,21).
Hay que aprender a mirar al otro como nos gustaría que nos miraran. Jesús dice también:
“La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado. Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá!” (Mt 6,22-23).
Purificar nuestro ojo para hacerlo luminoso es una escuela de generosidad y confianza. Implica desembarazarse de todo miedo inútil.
Implica disipar todos los equívocos posibles para mirar a los demás de forma amistosa, confiada, desinteresada, una forma de mirar que podamos estar seguros que necesitan.
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Mantenernos bajo la mirada de los demás
La segunda actitud que adoptar es aprender a comportarnos bien bajo la mirada de los otros. Por ejemplo, conviene no “interpretar” la mirada del otro, porque a menudo nos equivocaremos.
Sin tampoco pretender una total indiferencia -que sería poco prudente e incluso falto de sensibilidad-, hay que entrenarse en ser libres bajo la mirada de los demás o, en todo caso, no ser dependientes por completo de la forma en que los demás nos miren.
Existe un dominio de uno mismo en este ámbito que evita muchas penas y decepciones. ¡Con demasiada frecuencia nos amargamos la vida porque imaginamos lo que pensaba otra persona basándonos en el simple testimonio de una mirada de reojo!
Es posible aprender a tener una actitud justa bajo la mirada de los demás. Es una cuestión de vida interior. Ante todo, hay que vencer el miedo.
Es el miedo lo que paraliza, es lo que nos hipnotiza como el siseo de una cobra. El miedo nos dispone a ser devorados y exterminados.
De este miedo nos viene a liberar el Señor Jesús. Porque este miedo es fruto del pecado.
La humanidad primitiva, la que Dios quiso, vivía en armonía con Él. Se describe en la Biblia a través de la imagen de una pareja feliz que vive bajo la mirada de Dios.
Adán y Eva extraían de esa mirada su vida y su felicidad. El pecado cambió este orden de cosas. Y precisamente la Biblia lo describe recurriendo al tema de la mirada.