“Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado.” (Mt 18, 15). ¿Cómo puede alguien cumplir esta enseñanza del Evangelio sin ofender al prójimo o ser considerado un fariseo?
¡Nadie quiere ser un fariseo! Se creen mejores que los demás, no tienen piedad hacia los pecadores, son incapaces de adaptarse a los cambios de la sociedad y detrás de su moralismo probablemente esconden enfermizas represiones o escandalosa complicidad con la injusticia.
¿Pero cómo podemos cuestionar algunos de los comportamientos de los que nos rodean sin que nos llamen fariseo?
“No juzgues”, sí, pero…
La paradoja es que en la historia del judaísmo, la reacción farisaica fue saludable: un retorno a la pureza de la Torá en un momento en que el paganismo griego extendía su poder político y cultural sobre el Medio Oriente, una resistencia al control de los descendientes de los Macabeos sobre el Templo cuando no eran de linaje sacerdotal.
Los fariseos se oponían firmemente a estas transigencias, “separados” (este es probablemente el significado de la palabra). La influencia de estos fue grande, especialmente entre la gente humilde.
Su estudio asiduo de la Biblia les dio autoridad moral y religiosa; como “Doctores de la Ley” se sentaron en el Sanedrín.
En tiempos de Jesús, eran los más fanáticos del pueblo, un fervor del que el apóstol Pablo da testimonio cuando habla de su juventud (Fil 3:6).
Pero la contrapartida de dicho ardor fue el endurecimiento del corazón: el orgullo espiritual, la primacía de la observancia exterior sobre la conversión interior, el desprecio de “esa gente que no conoce la Ley (y que) está maldita” (Jn 7, 49), y finalmente el rechazo de la frescura del Evangelio.
Así que no queremos caer en el fariseísmo.
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Pero corremos el riesgo de caer en la trampa opuesta, el relativismo. Es decir, tolerar todo, abstenerse del más mínimo juicio, dejar que todo se diga, que todo se haga.
Entonces, por un cambio inesperado, ¡la buena conciencia cambia de bando! Es posible construirse una moral a medida, crear una religión propia y juzgar desde arriba a los que están decididos a defender “sus principios” o “los principios de la Iglesia”, porque se considera por principio que Dios mismo no tiene principios.
Incluso nos convenceremos de que estamos del lado del Evangelio: ¿no nos ha dado Jesús el ejemplo de la misericordia? ¿No dijo: “No juzguéis” (Mt 7,1)?
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Atreverse a decir la verdad sin herir a nadie
Misericordia para todos, sí, sin duda, pero no por todo. No juzgar a tu hermano, sí, pero también reprobarlo si peca (Mt 18, 15).
La misericordia de Jesús no es complicidad. Ama al peor de los pecadores, pero odia el pecado. Pronto se olvida la violencia con la que limpió el Templo (Jn 2, 13-16). Sus temibles amenazas sobre el escándalo apenas se mencionan (Lc 17:1).
¿Ser liberal, tolerante, abierto? Estos nuevos valores pueden esconder un neomoralismo que reprime cualquier cuestionamiento.
Se necesita mucho aplomo para atreverse a poner en esta máquina el grano de arena de la verdad y un poco de coraje para no tomar el partido de la cautela e incluso del silencio ante un cambio inaceptable de la moral y de las leyes.
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Alain Bandelier