Si Dios sabe todo lo que necesitamos antes de que se lo pidamos, ¿de qué pueden servir nuestras oraciones de intercesión?
Está claro que la oración no es una especie de “poder” que el hombre puede tomar sobre Dios. Rezar no es recitar o inventar una especie de abracadabra que le permita a uno alterar los eventos de acuerdo a sus miedos y deseos.
Sobre este punto, la enseñanza de Cristo es clara e inequívoca:
“Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados” (Mt 6, 7).
Por paradójico que parezca, la oración no actúa sobre Dios, sino sobre nosotros.
Por eso el Apóstol nos exhorta a orar sin cesar (1 Tesalonicenses 5:17). Sin cesar, tenemos que dirigirnos a Dios, abrirnos a su presencia, escucharlo, presentarle nuestras vidas y las de nuestros hermanos y hermanas, unirnos a su voluntad.
Detrás de cada petición particular, pues, hay una petición fundamental, que es nuestro deseo de Dios. De lo contrario, corremos el riesgo de establecernos en una contradicción espiritual demasiado frecuente, que mata la vida espiritual, y que consiste en esperar de Dios todo tipo de cosas y en realidad no esperar nada de Él.
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