Decimos estas simples palabras de la oración “aquí estamos; gracias; perdón, por favor… “, pero es como si no hubiéramos dicho nada, o más bien, no hubiéramos dicho lo esencial…
Orar no es decir cosas a Dios, sino decirse a sí mismo, abrirse, entregarse.
Recordemos la pregunta que Jesús resucitado le hizo a Simón, hijo de Juan, “¿Realmente me amas?” (Jn 21:15). Al igual que Simón, respondemos maquinalmente: “Sí, por supuesto, soy tu amigo“.
Pero Jesús insistió: “¿Me amas?“. La tercera vez, Simón-Pedro está menos seguro de sí mismo. Quizás recuerde su triple negación.
En cualquier caso, ya no responde de sí mismo, porque ningún hombre puede responder por sí mismo; él responde a partir de Jesús el mismo: “Señor, tú, lo sabes todo: sabes que te amo” (Jn 21, 17).
Tal es, al menos a primera vista, la última palabra de la oración. Mil pensamientos, mil sentimientos, mil movimientos del Espíritu pueden habitar nuestra oración, pero todo esto no dice, en el fondo más que una sola cosa, siempre la misma, siempre nueva: “Señor, pienso en ti, necesito de ti, no quiero vivir sin ti”.
” Te amo “
La oración del celebrante antes de la comunión dice con fuerza esto: Haz que sea siempre fiel a tus mandamientos y que nunca me separe de ti.
Este “te amo” es también lo no dicho, lo implícito de toda oración auténtica. Su razón de ser. Estoy aquí porque te amo. Porque te prefiero.
Podría hacer otra cosa. Pero el resto, aunque sea útil, necesario, quizás urgente, nunca reemplazará estos preciosos instantes del encuentro con el Amado.
Al contrario, si la oración se vuelve rara, o si se ella se hace una carga, es porque el amor se ha enfriado.
“¡Mi alma tiene sed de ti! “¡Es tu cara la que busco!”, “¡Cuánto amo tu casa, Señor!”,… Tienes que releer los salmos para escuchar el canto del corazón humano enamorado de Dios.
Te puede interesar:
6 salmos que leer para superar los momentos difíciles de la vida
Los grandes espirituales nunca se cansan de escuchar, en el Cantar de los cantares, el diálogo ardiente del alma-esposa y su Rey. El rey, en efecto, desea nuestro deseo.
Es esta poderosa atracción la que levanta a los místicos, hasta el punto de arrancarlos a veces de la gravedad del mundo. En el momento mismo cuando muere en la cruz, Jesús lanza su grito: “¡Tengo sed!” (Jn 19,28).
Sí, el Amor Infinito tiene sed de nuestro pobre amor. Él lo espera con ansiedad (¿me amas?) y lo recibe con gratitud. ¿Qué decir más?
“Me amas”
Un día, un hombre de Dios me hizo esta profunda reflexión: la última palabra de la oración, más allá de “Te amo”, es “¡Me amas!”. Solo entonces, en efecto, todo está dicho.
Es la última palabra porque también es la primera. “Me amas: aquí estoy. Me amas: te digo gracias. Me amas: ten piedad de mí. Me amas: puedo pedirte todo. Me amas, y esto es suficiente “.
Por el padre Alain Bandelier