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¿Por qué es bueno pedir perdón a Dios en la oración de la tarde?

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© Wavebreakmedia | Shutterstock

Edifa - publicado el 12/01/20

Cuando la confesión del pecado no es amarga sino todo lo contrario

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¡Cuán lejos estamos de Dios, cuando Él está tan cerca! Afirmamos su presencia, su lealtad, su proximidad, y tenemos razón. Pero al mismo tiempo debemos reconocer la distancia que nos separa de Él. La distancia es infinita, si no el doble.

Primero hay una distancia ontológica: nuestra condición de criatura. El papa Benedicto XVI enseñó a los jóvenes alemanes en Colonia las dos palabras que explican la adoración.

En latín, adoratio evoca el envío de un beso, que el Papa no dudó en discernir como un gesto de comunión. En griego, por otro lado, proskynésis evoca la postración: el hombre se reconoce a sí mismo muy pequeño ante el Infinito.

Moisés tuvo que quitarse las sandalias delante de la zarza ardiente (Ex 3, 5), Isaías purificó sus labios con fuego (Is 6, 5-7), el apóstol Pablo cayó «de rodillas» frente al Misterio (Ep 3 14).

¿Por qué se ha vuelto tan difícil y tan raro orar de rodillas o hacer una genuflexión simple (a veces reemplazada por una vaga inclinación, una pálida imitación de la metania ortodoxa o saludo oriental?

¿Somos en este punto rehenes de una cultura del self-made-man, aquel que no le debe nada a nadie? ¿O de un laicismo ambiental, que borra todos los signos de la trascendencia?

Cuando nuestro pecado nos aleja de Dios

La relación con Dios es a la vez intimidad y alteridad. Las dos no se contradicen entre sí. Por el contrario, se refuerzan mutuamente.

Esto es conmovedor, para María primeramente, y luego para nosotros: el Altísimo se inclina hacia el bajísimo – «la bajeza de su sirvienta», dice ella.

Una segunda brecha ensancha más la primera, y se convierte en un abismo: esto es nuestro pecado. Cierre del corazón, separación voluntaria.

Recordemos la reacción de Pedro en el momento de la pesca milagrosa: «Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador» (Lc 5, 8).

Allí de nuevo, no digamos demasiado rápido que la misericordia colma la distancia. Es cierto, pero al mismo tiempo la resalta: el pecado es intolerable, precisamente porque hiere el amor puro, la misericordia infinita. ¡Qué injusticia!

Aquí nuevamente, justicia y misericordia no se contradicen, sino que se confirman mutuamente. Además, ¿has notado esta evidencia perturbadora?

En la historia de la Iglesia, ¿quiénes han llorado dolorosamente por sus pecados, quiénes han estado horrorizados ante la menor infidelidad? Respuesta: ¡los santos!

Cada tarde, pidamos perdón al Señor

No podemos entrar en la presencia de Dios sin pasar por una purificación, por un purgatorio, desde esta vida. Nada de tibio en efecto puede entrar en la zarza ardiente del Amor.

Se trata de la verdad de nuestra relación con Dios y, por lo tanto, de la autenticidad de nuestra oración. Porque somos nosotros, nosotros exclamamos: «¡Kyrie eleison!». Porque es Él, decimos: «¡Gloria in excelsis!».

Estas son las dos «notas» que abren la liturgia dominical (algunos suprimen una u otra, y destruyen sin darse cuenta todo un equilibrio espiritual).

¡Atención! Contrariamente a lo que a menudo se piensa, la confesión del pecado para un cristiano no tiene nada de amargo. ¡No es triste!

O más bien, si hay una tristeza del pecado, esas lágrimas serán consoladas, cuando las lágrimas de arrepentimiento se conviertan en lágrimas de felicidad.

Tal es en efecto el prodigio del Amor misericordioso: la herida que nosotros le infligimos es la misma que nos cura.

Cada tarde, es bueno recordarte las maravillas que iluminaron el día (¡Aleluya!). Luego toma un momento para reconocer las infidelidades, grandes o pequeñas, que lo nublaron (¡Perdón, Señor!). Verás que es un camino de conversión. ¡Y en tu próxima confesión, tendrás de esta manera algo que decir!

Por el padre Alain Bandelier

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