¿Quién nos ha puesto en la cabeza esa extraña idea según la cual debe pasar algo cada vez que oramos? Desde la infancia, nos pusieron en un camino errado, cuando adultos bien intencionados nos preguntaban periódicamente: “¿Dijiste tu oración?”. Como si la oración fuera algo que hacer.
Hay mucho más que decir sobre este auxiliar “hacer”, que disminuye y menosprecia todo lo que toca (hacer el amor, hacer hijos, hacer caridad, hacer su comunión).
En ausencia del verbo “hacer”, otros están asociados con cierta imagen o cierto ideal de oración: sentir, decir, oír, comprender “cosas”. Ahora bien, en la realidad, estas “cosas” son raras.
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“Ser”, el verdadero verbo para hablar de oración
La oración es normalmente austera. En cualquier caso ella no cumple todas sus promesas. De ahí nuestra decepción. La tentación es acusar a Dios, porque si nos ama debería responder a nuestras expectativas. O bien acusarnos a nosotros mismos, porque si amamos a Dios, deberíamos ser capaces de encontrarnos con Él.
Si la comunicación pasa mal, de un lado o del otro, ¿no sería mejor finalmente abandonar? Así es como con demasiada frecuencia, después de algunos intentos, abandonamos el terreno de la oración y la lucha cesa, por falta de combatientes.
Te diré el verdadero verbo que debes usar cuando hables de oración. Es el verbo “ser”. Orar es ser, estar con. Esto es lo que está en juego en la oración.
San Agustín lo había entendido bien, él que hacia esta pregunta al Señor, a la vez triste y divertida: “Dios mío, Tú que estás en todas partes, ¿cómo es que no puedo encontrarte en ningún lado?”.
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“Estoy contigo todos los días hasta el fin del mundo”
El problema no es la ausencia de Cristo, o su alejamiento de la historia del hombre, decía san Juan Pablo II:
“Solo existe un problema que siempre y en todas partes existe: el problema de nuestra presencia al lado de Cristo“.