Al demonio lo veo a distancia, con cuidado, como quien ve un árbol marchito en medio de un bosque verde y lo describe. Últimamente trato de entender sus motivaciones para tanto odio, y siempre llego a una misma conclusión: “El orgullo” (soberbia / arrogancia). No acepta que Dios haya creado una criatura a “imagen y semejanza suya”. Y busca destruirnos.
El orgullo es un mal consejero. Cuando lo asumimos, nos lleva a la perdición. Lo opuesto es una virtud que nos salva y ayuda a enfrentar el mal: “la humildad”. Es una gracia que podemos aprender de la Virgen santísima, la más humilde y bella de todas.
Hace algunos años encontré un compañero en mi búsqueda de Dios y de esa virtud tan escasa: «El libro de Job». Me ayuda a comprender los designios de Dios y las acciones del maligno. Siempre he buscado la verdad, y procuro comprender a pesar de mi pobre humanidad. Me han dicho que la plenitud la tendremos en el Paraíso. Allí sin las limitaciones humanas podremos ver y comprender lo que ahora no podemos.
Aun así, disfruto mucho reflexionando estas cosas, tratando de acercarme a Dios, conocerlo más para amarlo más. ¿Por qué? Es muy simple. No puedes amar lo que no conoces. Por eso la santa Biblia nos advierte:
«Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.» (I Juan, 4 – 20)
Hace poco leyendo el libro de Job me percaté de varios eventos unidos entre sí, como piezas de un rompecabezas, que no había repasado antes. Tienen que ver con el demonio y su lucha por destruirnos y la humildad de Job, que acepta todas las desgracias que lo afligen, como venidas de la mano de Dios.
«Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!». (Job 21)
Observas la arrogancia del demonio que se siente capaz de hacerlo pecar y blasfemar contra Dios. Y prepara su estrategia. Empieza en ese momento una lucha entre el orgullo y la humildad, el que es obediente a Dios y el demonio que quebranta sus leyes. En este caso, como en la mayoría de las veces, triunfan el bien y la santa humildad. Es una gran virtud para defendernos del demonio.
La humildad es una gracia que te aleja del mal y te acerca a Dios. Bien decía san Agustín: “Si quieres santo, sé humilde”.
Es una virtud que me cuesta mucho cultivar. Por eso la pido a Dios con tanta insistencia.
Hace poco leí una historia que circulaba por Internet de un monje muy santo al que el demonio quiso tentar de orgullo y se apareció ante él como un hermoso y luminoso ángel: “Dios me ha enviado con un mensaje importante para ti”, le dijo. El monje mirando al demonio respondió: “Te equivocaste de persona, porque mayor pecador que yo no puede existir”. Y el demonio vencido y disgustado se tuvo que marchar.
Sé humilde y agradarás a Dios.
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