Hace poco te lo comenté. Quisieron hacerme daño, y sin saberlo, colocaron en mis manos un gran tesoro: “El sufrimiento”.
Es como un contra sentido, lo sé. Son palabras que no se entienden. Y te comprendo. A nadie le agrada sufrir, menos a mí que soy tan flojo. Me gusta vivir tranquilo, sin mayores preocupaciones, feliz. No me agrada saber que el sufrimiento es parte de nuestras vidas.
Me di cuenta que nos ayuda a ser mejores personas.
Si no sufres, ¿cómo comprender y hacerte uno con el que sufre?
Es la pedagogía de Dios. Te da lo que necesitas para crecer espiritualmente.
Aprendí que amando se puede perdonar. Y que si te abandonas en las manos de Dios siempre llegarás a un puerto seguro.
¿Quieres seguir a Jesús? Esta es la clave:
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Marco 8, 34)”.
Siempre he pensado que la vida es para ser vivida a plenitud, en la presencia de Dios.
Esto es algo que los años me han enseñado… se vive mejor con Dios en medio.
Ir a misa cada día, rezar el santo rosario, ser creyente, no te eximirá del sufrimiento.
Sigues a un crucificado, no puedes esperar menos. En algún momento van a querer crucificarte con las habladurías, la cizaña, las mentiras, la calumnia. Te querrán hacer daño y vas a sufrir. También ocurre que de pronto llegan la adversidad, la enfermedad o la pérdida de un ser amado.
Siempre rondará el sufrimiento. Es lo normal en este mundo.
¿Qué hacer entonces? Muy simple… ofrecer.
Si es inevitable que sufras, al menos dale sentido a este sufrimiento, conviértelo en un Tesoro sobrenatural. Ofrécelo todo a Dios.
Siempre recuerdo a esta señora que se me acercó un domingo a la salida de misa para comentarme: “No imagina usted cuánto sufro”. Le respondí amablemente: “Todos sufrimos señora. No está sola. Súbase al bote y empecemos a remar”. Sonrió ante esta ocurrencia mía y añadió: “Tiene razón”.
¿Sufres? Ofrece. Por los niños, las familias, los pecadores, las almas del purgatorio, los sacerdotes… hay tanto por qué ofrecer.
En el verano de 1916 el Ángel de la paz se les apareció a los tres pastorcillos en Fátima: Lucía, Francisco y Jacinta. Los encontró jugando, los interrumpió y les dijo con seriedad:
“¿Qué hacéis? Rezad, rezad mucho. Los Corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios”.
“¿Cómo debemos sacrificarnos?”, preguntó Lucía.
“De todo lo que podáis, ofreced un sacrificio al Señor,
en reparación por los pecados con que es ofendido
y como acto de súplica por la conversión de los pecadores”.
El mundo necesita de tus oraciones y sacrificios.
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