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Hace 15 años, cuando empecé a escribir y esperaba publicar mis primeros libros, llevé un manuscrito a un sacerdote amigo. Le pedí el favor que los leyera y lo revisara. No deseaba que tuviera errores de doctrina. Amablemente me respondió: “Debes llevarlo al arzobispado y pedir al Censor Eclesiástico que lo evalúe”.
Imaginé que se quedarían meses con el libro y la idea no me agradó. Quería avanzar rápido y publicar uno tras otro. Volví a insistir a lo que replicó: “Si eres humilde lo harás”.
Esas palabras me pulverizaron. No era humilde ni lo soy. Me cuesta la humildad. Sé que mi peor enemigo es el orgullo, esa ceguera que te lleva a cometer tonterías y decir lo que no debes en los momentos más inoportunos.
Para mí es un problema muy serio. San Agustín solía decir: “Si quieres ser santo, sé humilde. Si quieres ser más santo, sé más humilde. Si quieres ser muy santo, sé muy humilde”.
El demonio nada puede contra el que es humilde. La humildad lo desarma, lo deja mal parado. La humildad es un repelente contra el demonio. No soporta a los humildes. Él, es lo contrario, es el orgullo y el odio personificado.
Se cuenta que en cierta ocasión se le apareció a un fraile santo, disfrazado de ángel luminoso, mientras éste se encontraba ocupado en sus oraciones. Le saludó y le dijo que traía un mensaje del cielo, pues Dios había visto sus virtudes. El fraile sin levantar la mirada replicó: “Lamento informarle que usted se equivocó de persona. Mayor pecador que yo, en este mundo no existe”. El diablo enfurecido por la humildad de este sereno fraile pegó un grito brutal y desapareció de su presencia. La humildad acababa de vencerlo.
Siempre recuerdo la joven que por orgullo renunció a su empleo, molesta por un mal entendido que podía resolverse. “Ya verán lo que harán sin mí.” me dijo, mientras me entregaba su carta de renuncia. Hablé con ella y le pedí que lo reconsiderara. “No hay trabajos para elegir y usted tiene un buen salario. Quédese en la empresa”. Su decisión estaba tomada y se marchó.
Meses después regresó para saber si podíamos contratarla, aunque fuese en un puesto con un salario menor. Me dio mucha tristeza pues no había nada en ese momento, para ofrecerle. Ese día reconocí: “El orgullo es un mal consejero”.
He visto como el orgullo ha destruido familias y empresas. Es nuestro peor enemigo pues nos lleva a actuar sin pensar, ni medir las consecuencias de nuestros actos.
Todavía hoy, cuando me toca hacer algo que me desagrada suelo repetirme las palabras de aquél sabio y buen sacerdote: “Si eres humilde lo harás”.
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¡Dios te bendiga!