No me cansaré nunca de piropear a la Virgen. Le debo tanto. No imaginas cuántas personas conozco que me dicen emocionados: “La Virgen me ha salvado”.
Desde niño consagro mis días a la Bienaventurada y siempre Virgen María. Estoy convencido que ella ha cuidado mis pasos y cuando caigo me ayuda a levantarme, como toda madre hace con su hijo que tropieza.
La Virgen no es la excepción. Es nuestra Madre espiritual, nuestra bella madre del cielo. Y hará todo lo que esté a su alcance para mostrarnos el camino que lleva a su Hijo Jesús.
De ella obtenemos favores especiales que nos consigue de su Hijo, quien nada le niega a su amada madre.
Ella nos lleva a Jesús. Y nos dice constantemente: “Hagan lo que Jesús les diga”. Tengo su medalla colgando de mi pecho, y la llevo con mucho amor.
Bien decía san Luis de Montfort: «María es el camino más seguro, el más corto y el más perfecto para ir a Jesús».
A Jesús por María.
Hoy quiero pasar el día piropeando a la Virgen, nuestra madre. La más bella, la más pura y humilde.
Pensar en la Virgen me hace retomar los días de la infancia. Me hace volver a san José Costa Rica. Estamos en marzo. Es una tarde de mucho frío. Sopla el viento y las ventanas están cerradas. Es una casona de madera con dos pisos. Son las cuatro de la tarde. Como a las cinco llamarán a todos para tomar el café en familia, una bella costumbre tica. Y acompañar el café colado con pan recién horneado y mermelada preparada en casa.
Mi abuela, en la habitación de arriba, sentada sobre su cama, desgrana en sus dedos el santo rosario. En ese momento soy un niño y juego a su alrededor. Me llama la atención ver a “mamita” rezar el rosario a nuestra madre celestial cada tarde.
Me encanta recordar a mi abuelita rezando el rosario, una hermosa devoción que me transmitió con su ejemplo.
Hoy que celebramos a la Virgen del Carmen, recordando el Carmelo y los muchos milagros y bondades que tantos hijos suyos le debemos, no me queda más que exclamar con alegría:
“Eres nuestra madre, María, Reina del Universo y Reina de la Paz”.