Esta mañana me ha telefoneado una señora que sufre mucho por la vejez, su enfermedad y la indiferencia de su familia, y me ha contado que se refugia con Jesús en el sagrario. Sus momentos de paz son los que pasa en aquél oratorio en la presencia de Jesús al terminar la misa. Le ofrece todo. Y pide por todos.
Es impresionante. Sufre y, aun así, llena de dudas, sin comprender lo que le ocurre, es capaz de amar y llevar su cruz. Me hizo recordar esta frase que se le atribuye a santa Teresa de Jesús:
“La medida de poder llevar una cruz grande o pequeña es el amor».
Ver a Jesús, contemplarlo en la Cruz, nos enseña a amar.
Tengo una cruz en este momento frente a mí. Haré una pausa para decirle que le quiero.
“Te quiero Jesús. No soy digno de tu amor. ¿Podrías perdonarme?”
Me pregunto, ¿cómo puedo olvidar lo que ha hecho por nosotros?
A veces, cuando me llegan fuertes tentaciones me basta mirar esta cruz para darme cuenta que estoy por cometer un error y rectifico y le pido perdón. Es una réplica de la cruz de la iglesia de san Damián. Me la envió un sobrino que se preparar para ser franciscano.
La tengo siempre frente a mí, en el escritorio. De esta forma cuando te escribo estoy en dialogo permanente con Él. Me recuerda el encuentro que tuvo san Francisco al entrar en esa iglesia y de rodillas rezaba ante la cruz. Con sus ojos llenos de lágrimas vio cómo nuestro Señor le hablaba desde aquella cruz.
«Francisco, ¿no ves que mi casa se derrumba? Anda, pues, y repárala».
En los tiempos de san Francisco la iglesia estaba mal. ¿Qué hacer? En un principio creyó que se trataba de reparar la iglesia de san Damián y lo consiguió en dos años.
Siempre me ha llamado la atención esa escena de la vida de Francisco. Al terminar de reparar san Damián se dedica tener ratos de intimidad con Dios y vivir el Evangelio en su radicalidad.
No señaló a nadie ni acusó ni murmuró. Sólo amó.
Sabe que estas palabras son para él y para todos nosotros:
«Si quieres venir en pos de mí, niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme» (Mt 16, 24).
Qué diferente sería el mundo si nos animamos a vivir el Evangelio, amando, perdonando a todos.
¿Fácil? No lo es. Me basta mirar su cruz para darme cuenta. Pero vale la pena intentarlo, cambiar nuestras vidas, procurar hacer el bien, vivir en la presencia de Dios.
Quisiera terminar con esta bella oración de san Francisco, que hago mía, porque lo necesito.
Alto y glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame fe recta,
esperanza cierta
y caridad perfecta,
sensatez y conocimiento,
Señor, para hacer tu santo
y veraz mandamiento.
……………..
¿Conoces los libros de nuestro autor, Claudio de Castro? Son un bálsamo para el alma, TE LLENAN DE PAZ. Por eso te los recomendamos.