La Cuaresma está llegando a su fin.
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Todavía recuerdo aquella mañana soleada en Colón, mi provincia natal. Estudiaba en el colegio Paulino de san José, regentado por unas religiosas franciscanas. Nos preparaban para la Primera Comunión. Me veo como un niño de pantalones cortos, camisa blanca, una corbata pequeña color añil, despeinado, despreocupado por la vida, pensando solo en aquél día, el momento en que me convertiría en un Sagrario Vivo.
Esa semana nos habían relatado el sacrificio de san Tarsicio, un niño cristiano de apenas 11 años que había ofrendado su vida para proteger la eucaristía y evitar que fuese profanada.
Soñaba también con ese sacrificio supremo, el martirio por Jesús. Pero el cielo tenía otros planes para mí.
Esa mañana en particular ocurrió algo que por algún motivo nunca he podido olvidar. La hermana Ávila, era una de mis monjas favoritas por el amor que nos prodigaba y las maravillosas historias sobre la vida de los santos, que solía narrarnos con una ternura y fuerza espiritual extraordinaria.
Interrumpió la clase y se detuvo frente al salón.
—Sus corazones pronto serán morada de Jesús — nos dijo —. Procuren que los encuentre limpios, sin pecado y se sienta a gusto habitando en ustedes. Jesús los ama mucho, Los niños son sus predilectos y en cada Primera Comunión les da gracias especiales para que crezcan en santidad y justicia.
Su rostro siempre sereno en el que encontrábamos una amplia sonrisa había cambiado. Había dolor y tristeza en su dulce mirada.
—Si algún día alguien les pide que hagan algo que saben va a ofender a nuestro Señor, niéguense. No lo hagan.
Nos miró con seriedad y continuó:
— No importa quién sea, ustedes mantengan su fidelidad al Sacratísimo Corazón de Jesús que tiene sus deleites en sus corazones puros, limpios. Nunca lo ofendan. Eviten toda costa el pecado. Amen mucho a Jesús presente en cada hostia consagrada. Honren con sus vidas el Cuerpo de Cristo.
En ese momento no comprendí porqué nos decía esas palabras. Tuve que crecer y que pasaran los años para entender lo frágiles que somos y lo expuestos que estamos al pecado.
Ahora que lo sé, procuro dar a Jesús un alma limpia donde pueda habitar y se sienta feliz.
Me maravillo ante su Divina presencia en cada hostia consagrada, en cada partícula de hostia consagrada. Hoy me uno al cielo y a todos los creyentes en la tierra que exclaman emocionados: