Padre mío. ¿Quién soy yo y quién eres tú?
Hoy he despertado con esta dulce oración en los labios.
Me parece que fue san Francisco de Asís quien pasaba sus noches con esta breve y profunda oración: ¿Quién soy yo? ¿Quién eres Tú?
Yo soy nada. Tú lo eres todo.
Yo soy tu hijo. Tú eres mi Padre.
Yo soy un pecado. Y tú eres santo.
Vivo en un mundo temporal y Tú eres eterno.
Yo soy egoísta y Tú generoso.
Me cuesta perdonar y Tú a cambio olvidas mis pecados.
Amo poco. Y tú eres el Amor.
¿Quién eres Tú Señor? ¿Quién soy yo? Dime… ¿Quién soy?
“Eres Mi hijo, a quien he amado desde una eternidad.
Cada uno de mis hijos tiene designios de eternidad”.
“Señor mío y Dios mío”.
Sabes, mi casa tiene un pequeño patio interior. Aquí me encuentro en este momento. Dialogo con Dios, a solas. Vida, mi esposa, fue a ver a sus padres. Cuando regrese saldremos a dar unas vueltas y tomarnos un café y comer panecillos recién horneados, en alguna cafetería. Mientras, aprovecho estos instantes en que me encuentro a solas con Dios.
Son pequeños momentos de encuentros con el Padre.
Tengo cuatro hijos y una nietecita. Estos instantes de oración son como las jaculatorias. Oraciones pequeñas, rápidas, que llegan directo al corazón de nuestro Señor.
Me han preguntado mucho: “¿Por qué lo haces? ¿Acaso no puedes ser diferente? ¿Qué esperas con estas cosas?”
Te diré la verdad. No lo sé. Siento que Dios me llama a amarlo cada día más. Y yo, imperfecto y pecador, no sé cómo hacerlo.
Conozco el pecado pero conozco poco a Dios.
Al venir a este lugar a solas, le miro le escucho, y le digo:
“Aquí estoy, para ti. ¿Qué quieres que haga Señor?”
Su respuesta invariable cada vez llega con más intensidad: “Amar”.
Sus palabras son suaves como el viento. Te acarician el rostro y te llena de una paz sobrenatural que antes desconocías. Son palabras de eternidad. Porque el amor no pasa ni pasará. Llegan rodeadas de silencio. Sabes que es Él, lo sientes. Es Dios que pasa y te habla:
“Amen”, parece decirnos. “Ámense los unos a los otros”.
Perdóname, no puedo seguir escribiendo. Debo hacer un alto. Unos momentos…
El paso de Dios es como la brisa suave, apenas la percibes, pero está allí, a tu lado, en ti.
¿Sientes la dulce presencia de Dios?
En este momento le experimento con una fuerza tan arrolladora que me deja inmóvil, sorprendido, impactado. Sin comprender lo que ocurre. Pero es de una dulzura infinita, tan hermosa que deseas que nunca acabe. Te llena todo, se desborda en ti.
Por eso sencillamente me quedo quieto en esta silla admirando su creación, su bondad y su Misericordia. Y le digo:
“Padre”.
¡Qué grande eres Señor!
…………..
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