La Cuaresma está llegando a su fin.
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He leído que hay países en los que prohíben portar una cruz sobre el pecho o que las descuelgan de las oficinas públicas, los salones de las escuelas y hospitales.
Nunca he tenido esa terrible experiencia. En mi país conviven todas las religiones y nos llevamos en paz. Hay respeto para cada una de las creencias. En mi familia, por ejemplo, hay hebreos (tengo un primo que es Rabino), cristianos evangélicos y católicos. En las reuniones familiares no hablarnos de religión sino de lo que nos une, la familia.
Las misas dominicales se llenan tanto que en ocasiones debes quedarte de pie, pues no encuentras un puesto desocupado. Y suelen haber confesionarios en los que encuentras un sacerdote confesando. Los oratorios con Jesús en el sagrario permanecen abiertos todo el día para que puedas ir a visitarlo y hay capillas de Adoración Perpetua las 24 horas del día. Tengo un amigo al que le agrada acompañar a Jesús los lunes a las 2 de la madrugada. Se queda una hora en devota oración y contemplación.
Sería doloroso que alguien me pida descolgar la cruz o quitarme la que cuelga de mi pecho, una Tao, la cruz franciscana. No creo que obedecería semejante orden. No por orgullo, sino por amor a Jesús.
Tengo una cruz sobre mi escritorio. De cuando en cuando la veo y me hace pensar en Jesús, su dolor, el tremendo sacrificio, lo que hizo por mí y por ti.
Miro la cruz y pienso en Jesús. Le digo que le quiero y le pido perdón por mis múltiples pecados y las ocasiones en que no he sido fiel a su amor.
Ver la cruz te obliga a recordar su amor inmenso y el sufrimiento que voluntariamente pasó, nadie lo obligó, por ti, para tu salvación eterna.
A menudo recuerdo los días de la infancia en Colón, una ciudad costera de Panamá. Las monjas franciscanas nos impartían las clases en el Colegio Paulino de san José.
Era un pedacito del cielo cuando ellas entraban al salón y nos hablaban de Jesús y nos contaban las vidas de diferentes santos.
Recuerdo bien una tarde de lluvia en que la hermana Ávila entró al salón. Nos miró a todos y empezó a contarnos esta historia.
“Ocurrió en un país enemigo de nuestra santa fe. No querían que los niños como ustedes amaran a Jesús. Deseaban sembrar odio en sus pequeños corazones. Cierto día sacaron a los niños de un salón de clases y los pusieron en fila en el patio. Estaban en un colegio católico. Bajaron la cruz grande que colgaba en la pared de la capilla en el primer piso y la arrojaron al suelo frente a los niños.
«Deben pisar y escupir el rostro de Jesús en la cruz, así vivirán. El que no lo haga no saldrá vivo de este lugar», les dijeron.
Los niños quedaron aterrados, como es de suponerse. El primer niño asustado hizo lo que le mandaron. Temblaba de pies a cabeza el pobrecillo.
El segundo era uno muy devoto, que en todo momento estaba rezando, se arrodilló, tomó el rostro de Jesús y besó su frente. En ese instante lo mataron. Y así ocurrió con uno tras otro”.
La hermana terminó su historia, nos miró con seriedad y tristeza profunda. Y preguntó:
“Ustedes mis queridos niños, ¿qué harían de estar en ese lugar?”
Yo sé con absoluta certeza lo que haría. Aún hoy lo sé. Y tú amable lector, ¿qué harías?
¡Dios te bendiga!
……….
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