He vuelto a esta capilla, en el Santuario Nacional del Corazón de María, en Panamá.
Estoy ante el sagrario, con Jesús.
Dos sentimientos contrarios me llenan el alma cuando vengo a este hermoso lugar… Por un lado, siempre me he sentido indigno de estar con Él, comprendo que Jesús conoce hasta el más pequeño de mis pecados (como si hubiese una ofensa pequeña), pero a la vez sé que se alegra al verme y nos pide que lo acompañemos.
Cuando llego encuentro pocas personas, a veces no hay nadie. Me pregunto si se sentirá solo.
Es mi mejor amigo y quisiera darle un fuerte abrazo. Si logro ir al cielo el día que muera, le pediré esa gracia… Será increíble verlo frente a mí, sonriendo, extiende sus manos y me llama: “Bueno Claudio, estoy esperando ese abrazo”.
Yo, me abalanzo y le doy un abrazo largo y prolongado. Y le digo emocionado: “Gracias por todo lo que hiciste”.
Él es un bromista de primera. Estoy escribiendo esto y es como si me dijera riendo: “Acabo de escuchar eso Claudio…”
Estando aquí he recordado las veces que el Señor me ha llamado y yo, de alguna manera, he acudido.
La primera vez fue durante una Eucaristía. Estaba en otra iglesia y ocurrió algo sorprendente. Al momento de la comunión la puertecilla del sagrario se atoró.
El sacerdote celebraba en silla de ruedas y tenía un acólito que lo ayudaba. Éste tomó la llave, trató de girarla en la cerradura pero, no pudo abrir el sagrario.
Lo que a continuación pasó es algo difícil de comprender.
Sentí como una certeza, una voz interior…
“Anda… ve”.
Al instante me levanté de mi banca y subí a un costado del altar donde estaba el sagrario.
“¿Me permite tratar?”, le pregunté.
“Por favor”, respondió preocupado, mientras me entregaba la llave.
Debía apurarme. Los fieles se levantaban de sus puestos y hacían fila para comulgar.
Me acerqué al sagrario, introduje la llave y traté de girarla con todas mis fuerzas, pero no pude.
La cerradura se encontraba atascada.
Recuerdo que, ante mi imposibilidad, di un paso atrás, me arrodille y recé con gran fervor unos segundos.
“Señor”, le dije, “mira todas esas personas en fila, desean recibirte en la santa comunión… ¿me permites abrir tu puerta?”
Me levanté, tomé la llave y la inserté en la cerradura… “Bendícenos Jesús”, le pedí. Y la llave giró suavemente...
Al segundo, la puertecilla se abrió.
El acólito me miró sorprendido.
“Estaba atoraba”, me dijo en voz baja. “No puede ser”.
Sonreí amablemente.
“Pues ya no lo está”.
Me arrodillé y le di las gracias a Jesús por este gran favor.
Sentía un gozo interior inexplicable, una alegría que me inundaba el alma y regresé sobre mis pasos.
El buen sacerdote me sonrió agradecido, y me coloqué en la fila para comulgar.
¡Qué experiencia!