Esta mañana me senté en el patio interior de mi casa a pensar.
No pude evitar transportarme a un momento específico de mi vida. Era una mañana soleada. Algo importante está por ocurrir. No recuerdo el año o el día. Me encuentro en un salón de clases del Colegio Paulino de san José, en Colón, una ciudad costera de Panamá.
Visto pantalón corto, camina blanca y una corbata azul añil. Recuerdo que me sentaba cerca de la ventana y mi mente infantil viajaba a lugares imaginarios donde tenía grandes aventuras. Bastaba que mirara hacia afuera, a través de ese ventanal, para encontrarme con un Claudio valiente y aventurero, que rescataba a sus amigos de grandes peligros.
Me sonrío al recordar que era suficiente escuchar la voz de la maestra para regresar de inmediato al mundo real, por lo que mis aventuras siempre fueron efímeras.
De pronto recordé a la Hermana Ávila, una dulce monja franciscanaque solía ser muy buena con nosotros. Siempre tierna, alegre, con una sonrisa en los labios y palabras que nos encantaban. Por las tardes nos contaba historias de santos, sobre todo la vida de san Francisco de Asís.
Esa mañana en particular entró al salón de clases y nos miró preocupada. Su mirada recorrió todo el lugar y se posó en cada uno de nosotros. Nos miró de una forma que nunca antes, ni después volvimos a notar. Era una mirada de tristeza, como cuando quieres salvar a alguien y el destino te lo arrebata de tus manos.
Ese sentimiento de impotencia no lo conocía en ese entonces.
Hoy pienso que una tragedia espiritual había ocurrido y a ella le dolía el alma.
Nos miró largo rato. Nosotros callamos, sin saber qué hacer. De pronto rompió ese silencio y nos dijo:
“Si alguna vez alguien les pide que hagan algo malo no lo obedezcan. Ni siquiera si sus padres se lo piden. Primero deben obedecer a Dios que los quiere santos y puros y buenos… Nunca ofendan a Dios”.
Me quedé pensando:
“¿Por qué nos dice esto? ¿Quién querría ofender a Dios?”
Al tiempo, me di cuenta que ese “quien” sería yo, años después. El mundo te absorbe y te sientes a gusto con lo temporal. Olvidas que estás llamado a vivir una maravillosa eternidad.
Tuve la alegría de encontrarme con un amigo olvidado, el buen Jesús en el sagrario, y pude comprender mis errores. Me demostró que era un gran amigo.
Cuando preguntó: “¿A quién enviaré?”, respondí, como muchos hoy día responden: “Aquí estoy, envíame”.
Vivo desde entonces, la mayor aventura de mi vida.
¿Qué aprendí? El valor de su amistad.
Jesús que es Misericordioso te busca para que recuperes el camino que lleva al Paraíso. Y te decidas a seguirlo.
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