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Cuando descubres un santo anónimo entre nosotros. (Un testimonio bellísimo)

Maria Marganingsih | Shutterstock

Claudio de Castro - publicado el 19/09/20

¿Te ha pasado? Piensas en un santo y tu mente enseguida te dirige a uno de los santos de nuestra iglesia, representado por una imagen en un altar. “Ellos son los santos”, te dices.

Hay algunos que son muy populares como san Francisco de Asís, san Judas Tadeo, san José, San Martín de Porres, san Benito, santa Teresa de Jesús… y otros más a los que veneramos por sus vidas virtuosas y acudimos a ellos para pedir su intercesión ante Dios nuestro Padre.

Pero olvidas que ese llamado de santidad que un día recibieron y aceptaron, Dios te lo hace todos los días.

A diario, cuando despiertas, una voz interior te dice: “Sé santo”. Si abres la Biblia encontrarás la palabra “santo” más de 400 veces.

En las Escrituras lees con claridad ese llamado:

“…así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: Seréis santos, porque santo soy yo.”  ( Pedro 1, 17)

“Procurad la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor.”(Hebreos 12, 14)

“Por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad”. (Ef. 1, 4).

Nos decían que ser santos era participar de la santidad de Dios, algo que parecía inalcanzable. Hablamos de pureza de alma y corazón. De conservar la gracia santificante.  Quedamos confundidos. Y de pronto llega Benedicto XVI y nos dice algo tan sencillo que te deja boquiabierto: “Ser santo es ser amigo de Dios”.

Nada puede ser mas sencillo. Un amigo evitará ofender al otro y querrá en todo momento compartir con él y hacer cosas juntos.

Solían decirnos muchas cosas de la santidad y la veíamos como algo distante, imposible, hasta que llegó santa Teresita del Niño Jesús y escribió sus memorias: “Historia de un alma”, en la que no cuenta su camino de santidad, que te lleva a la infancia espiritual, y te percatas que está a tu alcance y el de todos. Por eso me gusta tanto aconsejar a los lectores que me escriben: “Lean el libro de santa Teresita, Historia de un Alma”.

“Quisiera yo también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, porque soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección”.

El mundo está lleno de personas buenas y justas, que tienen el corazón limpio y que apenas las notas por su humildad. Viven como ocultas, silenciosas, sumergidas en el corazón de Dios. Son calladas, sencillas, caminan con la mirada en el suelo, el  “corazón en el cielo” y con espíritu de plegaria. He conocido varios. Ellos, con tanta humildad, jamás reconocerán su cercanía con Dios, o que son santos en camino.

Ante ellos he sentido vergüenza por mis pecados, mi pobre fe. Y me he propuesto cambiar, ser mejor, luchar por la santidad.

Es hora de ser santos para Dios. ¿Te animas?

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