Dios me sorprende de formas que no imaginas. Durante años le he buscado para al final descubrir, como san Agustín y otros tantos buscadores, que Él siempre estuvo a mi lado, conmigo, en mí.
La certeza de Dios me mueve a escribirte estas líneas.
A veces pienso, que si le conociéramos más, haríamos lo que a Él le agrada. Viviríamos el Evangelio en su radicalidad.
Buscar a Dios es en parte amarlo. Porque buscar implica necesitar. Una necesidad que no quedará satisfecha hasta el día sublime del encuentro.
He cumplido 59 años y me siento muy lejos de comprender tanto amor.
“¿Por qué nos amas?” Suelo preguntarle.
Me siento como el niño que le pregunta cientos de veces a su madre si lo ama. A cada abrazo y sonrisa de su madre y respuestas afirmativas vuelve a preguntar… “Pero, ¿me amas?” Y cuando se convence que no hay amor más grande en la tierra, que nadie jamás podrá amarlo como su madre, se detiene a reflexionar y añade otra inquietud: “¿Por qué?”
Hay una edad en que los niños todo lo preguntan. Con Dios no he superado este estado ni esa edad. No ceso de preguntar, buscar, e indagar.
En ocasiones me detengo y digo: “Bueno Señor, no te molestaré más con mis preguntas… sencillamente confiaré en ti, porque sé que me amas”.
Estos propósitos no duran mucho. En mi país dicen que “árbol torcido no se endereza”. Y yo, aunque quiera, no puedo dejar de preguntar tantas cosas.
El conocimiento del cielo es otra de mis inquietudes. A veces me pregunto: “¿Cómo será?” Jesús nos habló de él y cómo seremos al morir. Aun así no dejo de preguntar. Quisiera que se abriera una pequeña rendija en la tierra, por la cual poder mirar y hablar con Él.
Y decirle que le quiero.
Me parece que era santa Teresa de Jesús quien dijo: «Para mí la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada al cielo…» Qué expresión más hermosa.
Para mí, esa ventana por donde puedo mirar al cielo … es la Eucaristía.
Suelo esperar con ilusión cuando el sacerdote eleva la hostia consagrada y dice: “El cuerpo de Cristo”.
He pensado que Jesús desea que esto pase para que le veamos y Él poder vernos a nosotros.
Ayer en Misa me quede de pie y cuando el sacerdote elevó la hostia, supe que me miraba con ese amor infinito con que a todos nos ve.
Qué momento más extraordinario para la adoración.
El cielo se une a la tierra.
Le sonreí y le dije:
“Aquí estoy Jesús. Te veo”.
Sentí que sonreía… y respondía con amabilidad y ternura:
“Aquí estoy Claudio, también te veo”.
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