En 1965, cuando era niño, mis padres me matricularon en una escuela administrada por unas monjas franciscanas. Cierro los ojos y me veo caminando en pantalones cortos, una camisa blanca y corbata azul añil, por sus pasillos iluminados.
Sus ventanales eran enormes y entraba la luz del sol a golpes. Cuando somos niños no comprendemos muchas cosas. Vivimos el día y tratamos de adaptarnos a los cambios, lo mejor posible.
Aquél era el colegio Paulino de san José.
Cada mañana rezábamos al iniciar el día y luego cantábamos alegres canciones. Por las tardes la hermana Ávila nos contaba la vida de san Francisco de Asís. Lo hacía con tal pasión y alegría que nos cautivaba y por momentos creías que estabas caminando al lado del hermano Francisco.
Ese año mágico nos habló de la Tau, nos enseñó la bendición de san Francisco a sus hermanos. Nos contó de su visita al Papa Inocencio III y el célebre sueño que éste tuvo de una iglesia que se derrumbaba y del fraile que la sostuvo.
Sus palabras cambiaron al hablarnos de santa Clara, fray Bernardo y fray Gil. Nos habló del amor de Francisco por los animales y la naturaleza. De su profunda experiencia en san Damián cuando Cristo le habló.
Ella nos enseñó que el Evangelio es para ser vivido. Que debíamos agradar siempre a Dios, por sobre todas las cosas.
Una influencia positiva en los primeros años de nuestras vidas es fundamental. A mí me cambió para siempre.
Recuerdo con claridad una mañana que se presentó inesperadamente al aula de clases. Algo había ocurrido, pero nunca me enteré. Nos miró con tristeza y dijo:
“Eviten el pecado. No obedezcan si les piden hacer algo contrario al amor de Dios”.
Nunca he olvidado esa escena. Y por meses me pregunté por qué de esta petición tan extraña.
“¿Quién querría ofender a Dios?”, me decía sin saber, en ese momento, que años más tarde yo lo haría.
Pasaron los años. Una tarde me encontré con un amigo a la salida de la misa.
—Tengo un obsequio para ti — me dijo.
Y sacó del bolsillo de su camisa una tau.
—Estuve en Asís. Me acordé de ti. Y te la he traído.
Solía llevar en el cuello una cadena de oro con una cruz, también de oro. Me quité ambas, besé la tau y me la coloqué.
—A partir de hoy la llevaré conmigo —le dije —. Trataré de ser digno de ella.
Y es la que he llevado conmigo, desde entonces.
Quisiera terminar dándote la bendición de san Francisco:
“El Señor te bendiga y te guarde,
te muestre su rostro y tenga misericordia de ti.
Te mire benignamente y te conceda la paz.
El Señor te bendiga”.