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Cómo experimentar la dulce presencia de Dios (un bellísimo Testimonio)

Claudio de Castro - publicado el 05/05/17

Esta noche lo he recordado. Lo que se siente experimentar la presencia de Dios. Por años lo busqué y no conocía el camino.Iba a tientas, como un ciego. Y no podía hallarlo. Me pasó como a muchos. Por eso me gusta tanto esta bella oración de san Agustín:

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera,
y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era,
me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste.

Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo.
Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que,
si no estuviesen en ti, no existirían.

Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera;
brillante y resplandeciente, y curaste mi ceguera;
exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo;
gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti;
me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti

Sobre todo me impresiona esta parte:

“gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti”.

Dios se apiadó de mí, a pesar de mis muchos pecados y ofensas.

Para amar a Dios debes conocerlo y para conocerlo debes experimentar su presencia.No es lo mismo el conocimiento de Dios que “gustar de Él, experimentarlo, sentir su presencia amorosa”.

Me ocurrió hace más de 25 años. Estaba en la Universidad y era un poco despistado (bueno… aún lo soy) Conducía hacia la Universidad. Iba apurado para presentar un examen. De pronto, súbitamente sentí algo que me llenaba alma. Me cuesta aún hoy explicar ese momento.

No estaba rezando ni iba camino a la Iglesia. No lo pedí, no lo busqué, y tampoco lo esperaba. Yo sencillamente conducía el auto. Dios se hizo presente en ese momento y de alguna forma,  supe que era Él. Me mostraba su Amor, me decía que era importante para Él. Y esperaba más de mí.

Me inundó un amor tan grande, que se desbordaba. No tenía idea por qué ocurría, pero no quería que terminara. Seguí conduciendo. Y este amor siguió creciendo en mi interior. Me supe amado desde una eternidad.

No me recriminaron mis pecados, ni me enviaron a una misión, todo se trataba del Amor.

Aquello no duró más de quince minutos. Así como llegó se marchó, dejándome con deseos de saber qué había ocurrido. Me preguntaba qué hice para que esto pasara y me di cuenta que en realidad, no hice nada. Todo fue gratuidad de Dios. Amor a manos llenas.

Ahora que he recorrido un poco sus caminos, me he percatado que esas experiencias las puedo vivir una y otra vez, y que siempre estuvo a mi alcance, en la Eucaristía.

¡Qué bueno eres Señor!

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