Para los que somos católicos decir que volvemos al Tiempo Ordinario es como decir, para el común de los mortales, que volvemos a la normalidad, a la rutina. Dicho de otro modo, se acaba un tiempo especial, donde suceden cosas especiales, y regresamos al día a día.
Volver a la rutina causa división de opiniones. Muchos agradecen de nuevo los horarios, los niños en el cole, la actividad regulada, el trabajo, el orden y la mecánica propia de la repetición de los días que, entre semana, guardan bastante parecido. Otros, por el contrario, lamentan el final de la chispa, de la novedad, de los planes diferentes, de los ratos sorprendentes. Cada uno nos situaremos en función de nuestra forma de ser y de nuestras circunstancias. Lo que parece claro es que la cotidianeidad es valiosa en su pequeñez.
No voy a ser de los que digan que lo cotidiano es especial. Porque entonces le estaríamos quitando a lo cotidiano su esencia. Lo cotidiano es común. Lo cotidiano es repetitivo. Lo cotidiano es conocido. Lo cotidiano, a veces, es tedioso en su seguridad y simpleza. Mas tengo claro que la vivencia de lo cotidiano es fundamental.
Alejado de planes, que me encantan; de sorpresas, que me enamoran; de “novedad”, que me engancha; el día a día es maestro en muchas cosas también para mí. Un matrimonio debe saber vivir su día a día, más que la chispa de momentos puntuales. Una familia debe aprender a ser en su día a día, más que en verano o en fiestas. Las amistades se curten y se tejen en la sucesión del tiempo en el que, a veces, la amistad se manifiesta sólo en su certeza profunda. La Iglesia misma, la fe, se nutre misteriosamente en el levantar de cada jornada, en la bienvenida de cada amanecer, en la sencillez de un día en el que toda tu vida está en juego.
Nunca salen a la luz las historias calladas de todos los días. No conocemos la rutina de las personas con las que nos cruzamos. Sólo una muerte, una enfermedad, una ausencia, un premio, un cambio de trabajo, una boda… nos sacan del letargo y nos permiten acercarnos un poquito más al otro. Pero no conocemos a alguien si no tocamos su “tiempo ordinario” con las yemas de nuestros dedos, si no nos embriagamos con el sobrio aroma de su “normalidad” diaria.
Recuerdo como una de las escenas más sublimes del cine aquella en la que se nos muestra la noche de bodas de Anthony Hopkins y Debra Winger en Tierras de Penumbra, colosal película de Richard Attenborough. Ella, enferma, desde la cama, le pide a él que le enseñe todo lo que hace antes de irse a la cama. Ella, con ternura apasionada, quería conocerle en su cotidianeidad, siendo ahora su esposa, y amarle desde ahí.
Volvamos. Volvamos sin miedo a lo ordinario. Es en el secreto silencioso del amor diario y pequeño donde toda la humanidad es salvada, donde yo mismo soy bendecido.
Un abrazo fraterno – @scasanovam