Todos teníamos sueños. Yo también los tenía. Y tú. Sueños y planes que existían antes de conocerle, antes de empezar a salir, antes de tomar la decisión de casarte, antes de la casa común, de los niños, de los trabajos, del esfuerzo para llegar a fin de mes, de las lavadoras, la plancha, los días sin final, las extraescolares… ¿Qué quedó de todo aquello? ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Qué hay de aquella persona que tenía tan claro lo que quería y que, luego, lo cambió, lo dejó, lo abandonó… para construir un proyecto de dos, un hogar de muchos, una aventura en familia?
Este momento llega. Antes o después. Creo. Llega. Y hay que afrontarlo. El instante en que, tras unos cuantos años juntos, toca parar, rebobinar y recordar por qué sigues junto a él, junto a ella. Toca responder a por qué la sigues queriendo, a por qué te sigue gustando, a por qué sigue teniendo sentido el proyecto que nació unos cuantos años atrás. Toca enfrentarse a las rutinas, a las costumbres, al desgaste, a la madurez, a las arrugas, al cansancio… y, sobre todo, a la sensación que puede llegar de si ha valido la pena haber sacrificado todo aquello que un día decidiste dejar de lado.
La vida en común, el matrimonio, es una apuesta de largo recorrido. Puede decirse que nunca está hecho del todo y que la madurez se va consiguiendo si juntos vamos afrontando las diferentes etapas que vamos atravesando. Construir nunca es fácil. Cansa. Deja herida. Desgasta. A veces puede hasta hacernos olvidar quién somos realmente. Y esa pregunta puede volver en cualquier momento, sobre todo pasados unos cuantos años, cuando vemos que ya entramos en una edad madura y el tiempo de los sueños y los proyectos se nos puede ir terminando. Mirarnos al espejo y acoger todo lo que vemos y somos y ser capaz de mirar atrás y reconocer, sin angustia, que toda apuesta exige dejar y abandonar para ganar algo distinto. Mirarnos al espejo y enfrentarte a la sensación de que has dado tanto a otros… que te has perdido tu vida. Espejo de tentación.
Afrontar este momento con serenidad es importante. Afrontarlo juntos. Mirarnos como pareja. Ser sinceros y darnos cuenta de aquello que nos gustaba hacer y decirnos y que hemos dejado de hacer y de decir porque el día a día nos ha podido, porque nos hemos creído padres antes que esposos, trabajadores antes que pareja, equipo antes que amantes. Es la oportunidad de estar orgullosos de todo lo levantado, de los hijos educados, de lo conseguido juntos… y no quedarse ahí. Es la oportunidad de abrir las ventanas, de poner alta la música, de volver a bailar, de retornar al detalle, al susurro, a la caricia, al cuidado máximo del otro. Mirar atrás sin melancolía, respirar sólo para coger aire y continuar. Centrarnos en los pilares y en la fuerza de un amor que, sabemos, no siempre viste todo de rosa. También hay cruz en el amor, y sufrimiento, y eso es parte de lo maravilloso de todo esto.
Muchos matrimonios se acaban aquí, en el precipicio de estas preguntas que tanto aterran. Aterra la duda, aterra el miedo, aterra lo que no acaba de ir bien, aterran las expectativas no cumplidas y los sueños no realizados… Aquí muchos deciden arremangarse y luchar juntos. Otros, por contra, se rinden y abandonan. Algunos deciden volver a echar leña a un fuego que se ha venido a menos y otros deciden lamentarse por cómo se ha ido apagando la hoguera.
No nos equivoquemos. No es mejor el matrimonio que no tiene dudas, que no afronta dificultades, desilusiones y desalientos. El mejor matrimonio es, al final, el que se agarra al compromiso que un día, frente al altar o frente a un juzgado, se forjó en dos personas decididas a quererse y a cuidarse mutuamente, hasta el final.
Un abrazo fraterno – @scasanovam