Esta semana que entra, en todos los lugares escolapios del mundo, se celebrará la festividad de San José de Calasanz. En el santoral católico la encontramos el 25 de agosto, pero escolarmente se celebra alrededor del 27 de noviembre. Niños, profesores y familias pondrán las escuelas patas arriba para recordar a su fundador, a aquel sacerdote aragonés que, en Roma, descubrió la mejor manera de servir a Dios.
No creo que haya que edulcorar la vida de los santos. Precisamente su santidad tiene más valor cuanto mayor humanidad rezume la vida. José era un joven preparado desde bien pequeño. Nace en una buena familia y recibe una educación superior para su época. Él, acompañado en la fe por su madre y muy devoto de María, decide entregar su vida desde el sacerdocio. Aunque se le encomiendan varios pueblos del Pirineo en sus comienzos, enseguida recibe la tarea de ayudar en el obispado. Su preparación universitaria y su buen hacer marcan, sin duda, estos primeros pasos de misión al servicio de una Iglesia que está todavía digiriendo las reformas de Trento.
José viaja a Roma con la esperanza de conseguir un título que le permita volver a España con una posición suficiente para poder vivir sin apreturas el resto de su vida. Pero los planes de Dios eran diferentes para José. Pese a vivir acomodado en Roma, participa de la vida de las Cofradías y dispone su corazón para la escucha. Hay una realidad que comienza a conocer y que le comienza a interpelar. Sus frecuentes visitas al pobre barrio del Trastévere, y la visión de tantos niños pobres en la calle, sin acceso a la escuela, y con riesgos evidentes, le hacen tomar la decisión de buscar a quienes puedan hacerse cargo de la situación. Pero ni la solución para los niños llega, ni tampoco llega el ansiado título. Los tiempos del Señor son diferentes a los nuestros.
José llega a la conclusión de que está siendo llamado a responder. Y responde. Y en su madurez encuentra la manera de servir a Dios, su auténtica vocación: seguir a Jesucristo ofreciendo una escuela abierta para todos, especialmente para los más pequeños y pobres de Roma. Un proyecto que comenzará en una pequeña estancia de una pequeña iglesia y que le llevará a fundar la Orden de las Escuelas Pías (Escolapios) y a llevar su misión fuera de las fronteras italianas.
En el Evangelio, Jesús pone a los niños en el centro, como ejemplo para aquellos que quieran descubrir el Reino de Dios. Calasanz, más de 1600 años después, descubre que la educación a estos pequeños, especialmente a los más pobres, gratuita y de calidad, era también misión en la Iglesia.
Hoy, más de 400 años después, religiosos y laicos escolapios siguen revitalizando el carisma del fundador en los cuatro puntos cardinales de nuestra Tierra. Escuelas que son seno de comunidad cristianas vivas, que celebran su fe y que no sólo transmiten conocimientos académicos a sus alumnos, sino que siembran en ellos simiente para una fecunda felicidad futura. La Iglesia, que tiene entre sus labores fundamentales, la de enseñar, debe alentar, proteger y animar a las escuelas católicas que saben lo que es vivir el Evangelio a través de la mirada del niño y del joven. Ojalá nuestras escuelas sean lugares de encuentro, de fe, de transformación social. Calasanz sigue vivo. Y el Espíritu sigue soplando a través de su carisma.
Un abrazo fraterno – @scasanovam