Isaías (50,4-7)Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.
Me gustan las procesiones pero tienen un riesgo: vivir la Semana Santa como un espectador. No sólo eso, hay algo peor: un espectador que vive del emotivo recuerdo de un Cristo que dio, hace mucho tiempo, la vida por todos y que, año sí y año también, es sacado por la ciudad como amuleto protector al que aferrarme en tiempos oscuros.
Y lo cierto es que la primera lectura que nos ofrece este #DomingodeRamos es actual e incisiva, no deja lugar a los atajos. Con suerte para muchos, pasará sin pena ni gloria a la sombra de la lectura narrativa de la Pasión y de borriquitas, inciensos, palmas y olivos. Una lectura que habla de la acción de Dios sobre mí y de sus regalos más importantes: lengua para dar una palabra de aliento, oído para escuchar y toda una vida para ofrecer.
Jesús, si por algo se caracterizó y si por algo se cargó de una autoridad reconocida que cuestionó a la autoridad oficial, fue por hacer vida esto que hoy nos trae Isaías. Cristo fue la palabra de aliento de Dios para todo hombre y mujer. Cristo fue el modelo de hombre a la escucha de la voluntad de su Padre. Y Cristo fue la ofrenda máxima, el ejemplo de un amor sin límites que se ofrece sin límites.
¿Y yo?
La llegada de Jesús a Jerusalén aquel primer #DomingodeRamos no es más que la consecuencia lógica de una vida vivida desde estas tres dimensiones: desde la palabra, desde la escucha y desde la ofrenda. Y hoy a lo que se nos invita es a lo mismo. Y en un ambiente parecido. Y es que aquella Jerusalén, capital religiosa y política, lugar de encuentro y confrontación, aquella Jerusalén ocupada y anhelante de libertad, no es muy diferente a un mundo, el de hoy, que también se vive ocupado, confrontado, sediento de una libertad que no parece llegar. Hoy, como ayer, seguimos anhelando la llegada de una liberación profunda pero, a la par, vendemos nuestras emociones a cualquiera capaz de movilizarnos afectivamente y capaz de decirnos lo que necesitamos oír. Los anhelos son los mismos de siempre pero también lo es nuestra falta de valentía, nuestra torpeza, nuestro miedo por salirnos de lo establecido, de lo conocido, de lo cómodo, en definitiva.
Estoy llamado a ser palabra de aliento. ¿Quién necesita esta palabra mía? ¿Me lo he preguntado alguna vez? ¿Quién está esperando que yo le hable, le mire, le acoja y le cuente que sí, que hay esperanza, que sí, que Dios le ama, que está con él, que al final triunfa la vida y la luz? Palabra que me compromete. Palabra que remueve. Palabra que provoca, que cuestiona, que destapa la mentira, palabra de verdad.
Estoy llamado a vivir en la escucha permanente. Llamado a leer la voz de Dios a través de las circunstancias, de las personas, de la Iglesia, de la oración. Llamado a pararme y a escuchar. Llamado a hacer silencio y a callar. Llamado a obedecer al Padre. Llamado a supeditar mis planes a los suyos, a tenerle en cuenta en mis decisiones, a afrontar lo que venga por delante. Vertiginoso.
Y llamado a ofrecer mi vida, mi espalda, mi mejilla, mis manos, mis pies, todo mi ser. Llamado a gastarme, a darme por entero. Llamado a aceptar la soledad, los golpes, la incomprensión, el rechazo. Llamado a llevar la carga que llega siempre tras la palabra dicha tras la escucha atenta.
“El Señor me ayuda” dice el profeta. Jesús lo sabía también. Y lo sentía. Y con el rostro endurecido entra en Jerusalén sabiendo que no va a volver a salir y, a la vez, sabiendo que su Padre no le va a defraudar. Tampoco me defraudará a mí. Entremos con Él.
Un abrazo fraterno – @scasanovam