Había una vez un Reino en el que los salones de todas las casas eran grandes.
Sus gentes no provenían todas del mismo linaje y en cada casa los colores eran distintos, y las formas y los olores. Respiraban cada uno a su manera, cogiendo aire y soltándolo en una cadencia personal y única. Eran distintos sus ojos y el tamaño de sus manos. Distintos eran también sus cabellos y la forma de tocar que cada uno tenía.
Pero todos los salones de las casas eran grandes.
Un día llegó a ese Reino una mujer. Sus pies decían que caminaba desde hacía varias noches y varios días. El polvo de sus manos hablaba y si te acercabas y las cogías podías escuchar el rumor de todos los sueños que habitaban a esa dama.
– ¡Huele a flores! – escuchó mientras andaba. Y decidió que aquel Reino de los salones grandes era un buen lugar para parar y descansar. Nada se lo impedía.
Dicen los viejos que aquella caminante se quedó a formar parte del Reino y que su olor a flores inundó todos y cada uno de los salones grandes y que sus manos ya no están llenas de polvo porque allí encontró gentes dispuestas a cogérselas y lavarlas.
No sé cómo imaginarme el Reino pero intuyo que sus salones son grandes, dispuestos a acoger a todo el que llega, preparados para el encuentro de muchos, con grandes mesas para grandes cenas. Salones donde transitan personas que son hogar en el Hogar, que cogen tus manos y las lavan, manos de recién llegado, gastadas por el camino.
No sé cómo imaginarme el Reino pero me gusta intuir, gracias a Jesús, que lo habitan aquellos que captan más fácil el olor a flores que a sudor y suciedad. Un Reino que te devuelve la primavera perdida, lleno de vida, de fragancias frescas y grandes tendales de ropa blanca, secándose al aire.
No sé cómo imaginarme el Reino pero sé que quiero estar ahí. Para quedarme.