A veces me dices que no puedes. Claro. Bienvenida al club. Yo tampoco puedo. Tenemos metido en el tuétano, porque posiblemente así nos lo han enseñado, que ser buen cristiano, buena seguidora de Jesús, consiste en proponerse cambiar muchas cosas. Eso de la conversión, ¿recuerdas? “¡Convertíos!” – gritaba Juan el Bautista en aquellas tierras de Galilea. Y ese convertíos lo hemos traducido en “cambiad”, “dejad de ser de una manera y sed otra”, “sed mejores”, “haced más cosas”… Nos hemos puesto en el centro de la conversión y nos hemos equivocado. Porque al día siguiente de intentarlo, o al otro, llega la frustración de no conseguirlo. Con mi marido sigo igual de exigente, con mis hijos igual de gruñón, con mis compañeros igual de murmurador, con mi hermano igual de crítica… Nos sumimos en la desesperanza y asumimos la idea de que nunca llegaremos a cambiar lo “malo” de nosotros, que nunca llegaremos a ser santos ni santas de Dios.
Convertirse es justamente lo contrario: poner en el centro a Jesús. Convertirse es recibir a un Jesús que nos sale al paso. Convertirse es escuchar a un Jesús que nos habla. Convertirse es responder ante un Jesús que nos llama. Convertirse es reconocernos hijos, amados de Dios. Convertirse es tomar conciencia de que nada hay que cambiar y que, así, como somos, somos plenamente amados, totalmente queridos. Convertirse nada tiene que ver con dar sino más bien con recibir lo dado.
Cuando te abandonas a esta realidad, el don gratuito de Dios para ti, todo cambia. La luz llega allí donde tú habías aprendido ya a moverte en la oscuridad. La alegría brota de aquellos rincones que parecían ya muertos de tristeza. La mirada, apagada y sin brillo, cobra de repente una vida que le hace mirar y descubrir lo que, antes, parecía escondido tras el velo de la indiferencia. El corazón, cuyo ritmo era pausado y rutinario, funcional, se acelera y tiñe de rojo sangre los lugares que en tu vida se habían quedado sin alimento. Empiezas a entender qué es la felicidad y celebrar que nada tiene que ver con la ausencia de sufrimiento o de dolor o de trabajo o de tarea; ni con la acumulación de bienes, dinero, placer y sosiego.
Jesús no sabe de objetivos, ni checklists, ni cifras de crecimiento, ni rendimiento, ni resultados, ni margen operativo… Jesús es experto en debilidad, pequeñez, oración, encuentro y donación.
Un abrazo fraterno – @scasanovam