Ser padre o madre es un regalo apasionante, un don, una pasión que te consume y por la que te dejas consumir con agrado. Esto no es nuevo. Tampoco lo es el que esta tarea encierra grandes dificultades, dolores y sufrimientos. Toda empresa vital en la que uno empeña lo mejor que tiene, lo más profundo de su ser, tiene una cara b de la que es difícil zafarse. Y aún así, uno sigue amando y queriendo y entregándose día a día.
Como padre, hay noches en las que vienen a mi cabeza los errores que, creo, cometo con mis hijos. A veces los descubro viendo las virtudes de otros. Otras veces, viendo los estragos causados en casa por tal o cual acción o reacción. El caso es que me siento mal. Me gustaría ser un padre perfecto y, posiblemente, la única razón sea el evitar daño a mis hijos por mi parte, el condicionar su felicidad futura por mi causa. Pero, sin duda, si me preguntara alguien qué es lo que más me ocupa y preocupa es el tema de la vocación.
¿Es tarea mía, como padre, el ayudar a mis hijos a encontrar su verdadera vocación? ¿Hasta dónde intervenir? ¿Hasta dónde sugerir? ¿Cuándo se sobrepasan los límites de la “intervención”? ¿Qué es ayuda y qué es entrometimiento? Difíciles cuestiones que me planteo a veces y para las que, ciertamente, no acabo de encontrar solución. Si la vocación es llamada… ¿no serán mis hijos llamados de igual manera, hagamos lo que hagamos su madre y yo? ¿O mi manera de educar puede silenciar el volumen de algunas llamadas?
Desde pequeños, intento escudriñar en mis hijos y observarlos en su íntima profundidad. Aquello que dicen, aquello con lo que juegan, aquello de lo que se preocupan, aquello que les sale de dentro desde bien chicos, aquello que dicen soñar, aquellas cualidades por las que destacan desde edad temprana… ¡Buf! Y me pregunto si muchas cosas que percibo en ellos son ya signos, señales, caricias de la llamada de Dios para cada uno de ellos. Desde pequeños, lo he ido compartiendo con cada uno, llamándoles la atención sobre eso que resalta en cada uno, sobre eso que voy percibiendo y disfrutando de bueno en cada uno. Y he compartido con ellos los dones para la música, la mirada ante el necesitado, la capacidad de enseñar a niños más pequeños, la fortaleza antes las dificultades, el esfuerzo ante un reto, el ansia por entender y preguntar, el cariño y el cuidado con sus mayores, su sensibilidad religiosa…
¿Qué más tengo que hacer? ¿Qué se supone que viene cada día? ¿Cómo se hace esto de la vocación de los hijos? ¿Cómo animar a que no abandonen sus incipientes dones y cómo respetar su libertad, en una edad en la que la mayoría de las decisiones las tomamos los adultos por ellos? ¡Qué responsabilidad! ¿Cómo no fastidiarla?
El amor por mis hijos me abruma tantas veces que el peso, a veces, resulta fatigoso. Intento respirar hondo y confiar en que, más que su madre y que yo, hay un Padre que los conoce, los cuida y los protege y que Él sabrá llegar donde los demás… no somos capaces. Y aún así, lloro. Y aún así, sufro. Y aún así, siento que sólo tengo una oportunidad y que los años pasan y que no sé si mis errores serán demasiados… Y aún así… CONFÍO, tal vez porque no puedo hacer otra cosa.
Un abrazo fraterno – @scasanovam