Ayer estuve en una formación que se impartió en Salamanca para escuelas católicas y profesores de religión de escuelas públicas. Una formación a la que asistí motivado gracias al trío de ponentes: Gustavo Entrala, Silvia Martínez Cano y Álvaro Fraile. Un creativo, una teóloga y un músico. Los tres son grandes comunicadores. Y de eso iban las ponencias: de comunicar, de comunicar mejor lo que somos.
Otra vez me di cuenta de que la Iglesia es, fundamentalmente, comunicación. La Iglesia, que no existe por y para ella misma sino por Cristo para la misión, debe comunicar una Buena Noticia, la Buena Noticia del Reino, la Buena Noticia de Jesús de Nazaret. Debe comunicar que Cristo es el hijo de Dios, que ha resucitado y que nos ha prometido a cada uno la vida eterna, la salvación. No hay más. ¿Por qué no conseguimos que este notición ocupe la primera plana de todos los medios de comunicación del mundo cada día? ¿Por qué no conseguimos que todos los corazones se vuelquen a acoger tan excepcional buena nueva?
Los nostálgicos quieren cambiar las cosas a base de mirar atrás. A estos les gustaría imponer sistemas políticos como los de antaño, sistemas educativos como los antaño y que las iglesias fueran como las de antaño, con curas como los de antaño. Añoran cuando muchos pensaban como ellos, cuando muchos hacían lo que ellos y cuando parecía que una tradición religiosa tenía la suficiente influencia en la sociedad como para decir que el mundo funcionaba “como Dios manda”.
Otros piensan que no hay nada que hacer. El mundo va cada vez peor. Las generaciones son ahora muy diferentes. Las familias… ¡qué decir de las familias! Ya no hay una, sino muchas… y además les parece bien que la gente haga lo que quiera. Como no saben qué hacer para cambiar las cosas pues se unen al mambo… total… para qué sufrir, para qué pensar, para qué esforzarse… Tampoco tenían muy claras antes las cosas. Ahora menos. Se han dado por vencidos.
Yo creo que estamos en un tiempo nuevo. La sociedad avanza, como siempre ha hecho, y nos ha traído cambios. No somos los primeros que experimentamos esto en la historia. Tal vez sí los primeros en experimentarlo tan rápido y con una capacidad de tocar la vida de todos de manera tan determinante. Pero es, como siempre, momento de oportunidad. Las personas somos diferentes, claro que sí, y nuestra manera de vivir ha condicionado todo: nuestras seguridades, nuestras creencias, nuestras tradiciones, nuestros sueños… lo que somos en definitiva. Y ahí, en medio de todo eso, sigue habiendo sed. Sed de amor, de compañía, de felicidad. ¿Y quién mejor que Cristo para saciar esto? Por eso hay que traducir lenguajes, cambiar espacios, renovar ropajes y ritmos y olores… Hay que suscitar otras cosas, generar comunidades distintas, formar de otra manera, hablar de Jesús con moldes nuevos; verdaderos, sí, pero nuevos.
Empecemos por nuestras casas. Sigamos por nuestros colegios. Y luego nuestras iglesias. Nuestras parroquias. Nuestros voluntariados. Nuestras actividades. Nuestras catequesis. Nuestros hospitales. Nuestras homilías. Nuestras liturgias. Olemos a rancio en muchas cosas. Toca comprarse un perfume nuevo y darle una vueltecita a todo. El Espíritu llama a darle un repasito a la casa para que la gente quiera acercarse a este hogar para todos que es la Iglesia.
Yo me apunto. ¿Y tú?
Un abrazo fraterno
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