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El violín blanco

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Santi Casanova - publicado el 12/01/17

Hace años, escribí un relato por el que tengo especial cariño. Habla de un violín, de un concierto, de personas, de una pieza sinfónica a interpretar… Pero habla de mucho más. Habla, en el fondo, de una comunidad eclesial que se entiende desde la apertura, desde la salida, desde la acogida.

No hay comunidad católica cuando nos encerramos en nosotros mismos, en nuestra particularidad, en nuestra exclusividad, en nuestra pureza, en nuestra perfección. Cuidado con aquellos que, diciendo ser Iglesia, no dejan de desprenderse de personas a su alrededor. La perfección no siempre es una virtud.

Nadie se atrevía a mover un músculo. Las notas que salían de aquellos instrumentos se infiltraban por los poros de la piel y, ya en el flujo sanguíneo, llegaban al corazón provocando una reacción inmediata. Aquella música era una caricia suave en el cabello, un abrazo de esos que arropan el alma… Nadie, ninguna persona de las que aquella tarde habían ido a aquel humilde salón sinfónico, era capaz de pestañear.                Y fue entonces cuando apareció ella. Salió decidida desde uno de los laterales y se puso en medio de los que ya estaban tocando. Su pelo era rubio y su mirada limpia y apasionada.  Un violín blanco la esperaba y ella acudió a la cita.                Desde el principio se notó que no era la primera vez que tocaban juntos porque no era posible llegar, coger tu instrumento e incorporarte a la pieza en marcha sin perder nada en el camino si antes no has estado mucho tiempo preparando, ensayando, tocando… juntos.                Y aquellos que escuchaban la pieza, encogidos en sus butacas de platea o del anfiteatro del salón; aquellos que pensaban que lo que estaban saboreando a través de sus oídos era insuperable… comprendieron que estaba incompleto. Ese violín blanco manejado por aquellas jóvenes manos completó de manera misteriosa al quinteto inicial y aportó al conjunto algo de lo que carecía.                Nadie se movió durante unos segundos tras la última de las notas. No era tiempo ni siquiera de aplaudir sino más bien de contemplar. Seis personas. Seis instrumentos. Seis caminos. Y una pieza absolutamente genial.                Yo tampoco me moví. Emocionado di gracias a Dios por lo que tenía delante, tragué saliva y lloré de vida.

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