Hace dos o tres días que he terminado de leer “Frankenstein o el moderno Prometeo”, la famosa novela de Mary Schelley tantas veces llevada a la gran pantalla por innumerables directores y actores. No la leí en mi juventud y ahora he aprovechado que estoy atravesando una etapa pródiga en lectura para comprobar, una vez más, la riqueza de un clásico de la literatura.
Los clásicos lo son precisamente por eso: el autor habla, finalmente, del hombre, de la verdad, de Dios, de las emociones más profundas, de las tensiones más humanas. Eso no pasa nunca de moda y uno es capaz de capturar, sea cual sea el argumento, lo actual del mismo.
Frankenstein es un hombre que no conoce la paz interior. Un hombre que busca, que anhela encontrar, que tiene sed, que no sabe muy bien quién es ni qué quiere hacer con su vida. Conoce el amor, conoce la ternura en su familia pero… no está lleno. Y va y vuelve y camina y viaja y cruza mares y océanos… y busca en él, en su capacidad, en su conocimiento, en su ensoñación de un futuro exitoso y no encuentra. Más bien todo lo contrario: con el corazón atormentado, con el espíritu embotado, con la aguja de su brújula interior desnortada, encuentra en la oscuridad, en la muerte, en la herida de su corazón. Y deja salir el monstruo que lleva dentro.
Desde ese momento, el hombre se debate en un tormento y una angustia que no tiene fin. La herida, el monstruo, nunca desaparece, nunca cicatriza y su poder acaba con lo que el doctor más quiere.
No es tan lejana esta historia revestida de terror pero que toca lo más profundo de muchos, de cualquiera de nosotros. Porque, al fin y al cabo, yo también soy un hombre herido, un hombre pecador, un hombre que busca, que anhela, que quiere llegar a su plenitud. Y tantas veces busco donde no hay, anhelo lo que no me conviene, descanso en posadas de mala muerte; olvidando que soy hijo amado, criatura preciosa, que ha sido creada para lo mejor, que ha sido ya redimida, sanada, abrazada.
Cierto es lo que se cansa de decir el monstruo, el engendro, el demonio, a lo largo del libro. Sólo la bondad, sólo el amor, sólo la misericordia pueden transformar la fealdad en belleza, el mal en bien, la oscuridad en luz. Sólo la paz es capaz de terminar con un infierno en vida, con una espiral devastadora.
Creo en Dios. Experimento su amor. Y temo perderlo algún día, temo la llegada de un monstruo que acabe con todo.
Un abrazo fraterno – @scasanovam