He escrito varios whatsapps a mi mujer últimamente. En los últimos veinticinco días nos hemos visto sólo una noche y la echo de menos. Hablamos alguna vez durante el día pero su trabajo tampoco le permite comunicarse en demasía, igual que tampoco me lo permitió el campamento que yo coordinaba a comienzos del mes de julio. La echo de menos.
Hay muchas maneras de echar de menos. La mía no es melancólica ni tristona. No es un echar de menos pasivo. No la echo de menos porque me falte algo, como si yo estuviera incompleto o mutilado sin su presencia. No es ese el sentimiento. ¡Cuánto daño ha hecho eso de la “media naranja”! ¡Como si el otro existiera simplemente para complementarme, para venir a cubrir lo que me falta, para dar sentido a mi existencia! No es eso un matrimonio. No es eso lo que me mueve por dentro. Sin ella yo me siento entero, vivo y paso el día en mis tareas, estudios, ocios, hobbies o lo que sea. Tampoco la necesito para cuidar a mis hijos. Gracias a Dios siempre los he cuidado desde pequeños y estoy feliz con ellos y ellos conmigo. No es eso.
Yo la echo de menos porque la deseo. Deseo que esté conmigo. Deseo despertarme y levantarme de la cama, dejándola dormir un rato más. Deseo compartir el desayuno con ella y ver como mueve sus dedos cuando sacude las migas del pan. Deseo abrazarla y sentir su piel tostada bajo el sol al volver de la playa. Deseo pasear con ella en las tardes cálidas del Mediterráneo y descubrir lugares, rincones y plazas donde merendar con los niños. Deseo mirarla y acariciarla y besarla. Eso es lo que siento. Es un echar de menos… activo.
Pienso que sentir esto después de quince años de casados y de haber pasado ya por llanuras, colinas, bosques, valles, laderas, montañas y mesetas… es una bendición de Dios y me doy cuenta de lo importante que es mantener vivo el deseo. El deseo es el origen de la acción, el anhelo que mueve el alma y el cuerpo hacia el bien que quieres. El deseo es la sed que te hace buscar, caminar, que te da fuerzas para no desfallecer mientras no eres capaz de alcanzar lo deseado.
Desear a mi mujer es, por otro lado, desear lo bueno que brota de mí cuando ella está cerca. Desear a mi mujer es desear amarla y vivir amando, de la mano, aprendiendo siempre, a veces a trompicones. Desear a mi mujer es reconocerme mejor con ella y más cerca de Dios. Desearla es reconocer el don que ella supone para mi vida, cada día. Es poner lo importante por delante de lo superficial y lo estable por delante de lo circunstancial y lo construido por delante del sudor que supone seguir construyendo. Desearla a ella es, al fin y al cabo, desear la felicidad de la que tanto se ha escrito y que, en definitiva, es lo que desea Dios para cada uno de nosotros.
Quiero que vengas ya. Te espero. No tardes.
Un abrazo fraterno – @scasanovam