Acaba de caer una fuerte tormenta en el lugar donde estamos disfrutando de las vacaciones. El cielo, negro, descargó sobre nosotros toda su ira en forma de lluvia torrencial, rayos y truenos fortísimos. Siempre me han dado miedo las tormentas cuando era pequeño. Ahora simplemente me dan mucho respeto. Pero hoy me ha servido para darme cuenta de que hay veces que la energía contenida en la vida desata toda su fuerza y parece llegar el final. Creo que todos tenemos experiencias de esas.
Cuando se desata la tormenta, sentimos miedo. Es como si viéramos el final de muchas cosas. Hay discusiones familiares, con la pareja o con los hijos, disgustos, decepciones con algún amigo, incluso situaciones en el trabajo o en otros ámbitos, que nos generan la inseguridad propia de quién se sabe vulnerable. No es mala cosa, de vez en cuando, sentir esa vulnerabilidad. Creo que muchos de los problemas que tenemos vienen precisamente de lo contrario, de sentirnos seguros, poderosos, estables, casi dioses. Manejamos nuestras vidas a nuestro antojo y cuando llega una tormenta, sentimos de repente la fuerza de lo imprevisto, la energía de lo incontrolable. Las tormentas también hacen ruido. No son hechos individuales sino que acaban trascendiendo al resto. Eso que a veces llevamos dentro, el dolor que tragamos, el orgullo que escondemos, lo que nos callamos, lo que no queremos mostrar… de repente, a la luz de los relámpagos, quedan a la luz y todos se enteran. Se rompen los silencios, se desploman las presas y los seguros saltan. ¡Bum! ¡Explotó! Y ahora no quien lo pare…
Pero las tormentas pasan. Hacen su trabajo. Destrozan, airean, limpian… y luego traen la calma. Dejan un aroma a humedad y a mojado que nos hace olvidar lo seco que teníamos el corazón. Nos han hecho vibrar y sentir vivos, aunque sea a base de zarandearnos. El miedo se nos va y comienzan, poco a poco, a abrirse claros en el cielo. El sol no vuelve de repente sino que va haciendo proceso con nosotros. Los truenos cada vez se oyen más lejos, ya no hay rayos y el miedo comienza a desaparecer. Es como si nos hubiera inyectado también a nosotros parte de la energía desprendida. A la par que los claro en el cielo, se abren en nuestra alma ganas de soñar de nuevo, de salir de la oscuridad donde estábamos escondidos, de salir a pasear. Y cuando los primeros rayos comienzan a brillar con fuerza, somos capaces de valorar a un sol al que nos habíamos acostumbrado, al que habíamos olvidado, y que, sólo después del tormentón, vuelve a recuperar el centro de nuestro espíritu.
Así es nuestra vida. También en lo que a la fe se refiere. Que cada uno le ponga nombre y color a sus tormentas, a sus rayos y truenos, a sus miedos, a sus claros del cielo y a su sol. Y demos gracias por lo vivido, que siempre sirve si nuestra mirada es capaz de ver en toda circunstancia la mano de un Dios que no nos deja.
Un abrazo fraterno
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